sábado, 22 de mayo de 2010

Doscientos años

En unos días más estaremos llegando al bendito Bicentenario de la Revolución de Mayo.

No es poca cosa. Que este país haya podido llegar a doscientos años (o ciento noventa y cuatro, que no es menor mérito, si contamos a partir de 1816) después de una historia como la nuestra, es algo que en el fondo inspira algo de esperanza en la capacidad de supervivencia y adaptación del ser humano.

Es momento de sentarse un minuto, mirar a nuestro alrededor y hacia el pasado, y hacer un balance duro pero necesario de estos doscientos años.

En principio, creo que tenemos que reconocer que, como nación, hasta ahora la Argentina ha sido un fracaso. Vuelvo a repetir acá una definición de Ortega y Gasset que cité antes y que me parece que tiene que estar en la base de cualquier análisis sobre la realidad argentina: una nación es un proyecto sugestivo de vida en común.

Un país no puede ser solamente un territorio con bandera, himno nacional, Estado y, en especial en el caso argentino, una selección de fútbol. Tiene que haber algo más que una a los habitantes de un país, un propósito, una concepción de la vida y de la forma de vivir en sociedad que dichos habitantes compartan no por la fuerza, sino por el convencimiento y la experiencia de saber que esa es la forma en la que quieren vivir y en la que mejor se sienten.

A un país se lo ama, se lo defiende, se lo quiere, no porque gane el Mundial o porque tenga la avenida más larga del mundo. Se lo ama porque se siente que en ese país puede hacer la mejor vida posible.

¿Cuál es ese proyecto de vida en común que ofrece la Argentina? ¿Lo tiene? ¿Alguna vez tuvo uno?

Alguna vez lo tuvo.

Hace casi cien años, faltan sólo un par de días, la Argentina celebró su Centenario y también el mejor momento de su más grandioso proyecto de nación. Se trataba de un proyecto ambicioso, que no se conformaba con lo que había y menos todavía lo elogiaba. Un proyecto de orden y progreso (no de progresismo) que en menos de medio siglo convirtió a un desierto pútrido y nefasto, la más inmunda, pobre y despreciable posesión del ex Imperio Español, en uno de los países más prósperos del mundo, cuya capital, originalmente una aldea de contrabandistas en el medio de la nada, se convertía en una de las ciudades más grandes e imponentes de la época.

¿Que era imperfecto? ¿Que había pobreza? ¿Que había corrupción? Absolutamente. Pero llevábamos medio siglo trabajando; el primer medio siglo de vida independiente no cuenta ya que nos pasamos esos cincuenta años dedicándonos al deporte favorito de los argentinos: degollarnos por idioteces sin sentido.

No era un país perfecto ni por asomo; faltaban muchas cosas por hacer. Faltaba desarrollar el país para que fuera algo más que un gran productor de alimentos. Faltaba desarrollar el interior, desconcentrar a Buenos Aires, faltaba limpiar el sistema político, faltaban muchas cosas que sólo el tiempo y la maduración de una sociedad podían conseguir.

Pero en vez de confiar en el tiempo, en la maduración y en el sentido común, nos fuimos al carajo de la mano de muchos. De la mano de los mesiánicos que creían que haber sido votados era suficiente para hacer lo que se les diera la gana. De los mesiánicos, de uniforme o de civil, que se tragaron lo de ser "la reserva moral" de la Argentina. De los enloquecidos que soñaban con revoluciones delirantes de todo tipo y pelaje. De los vivos que aprovecharon todo para sí, y de los giles que acompañaron porque pensaron que iban a vivir de arriba. De los envidiosos y envenenados que codiciaban lo que no era suyo, y de los vagos que no querían esforzarse para lograr nada. De los que no hicimos nada.

Y así llegamos a donde estamos hoy. ¿Qué proyecto sugestivo de vida en común encarna la Argentina, que no sea la ilusión de un nivel de vida escandinavo con productividad subsahariana, de vivir de las rentas del trabajo de otros, de recibir todo de arriba porque "donde hay una necesidad hay un derecho", de finalmente acabar con todos los que no piensan como uno?

Casi podría decirse, a doscientos años de ese 25 de mayo, que la Argentina sólo se mantiene unida detrás de su selección de fútbol. Basta ver los vergonzosos comportamientos de nuestra dirigencia para comprobar que ni siquiera una fecha como esta puede hacer que dejemos atrás las chicanas pedorras y las avivadas de siempre.

Al Centenario llegamos como uno de los países más ricos del mundo; el Bicentenario nos encuentra chapoteando en la mugre, la miseria y la mediocridad de nuestro fracaso histórico como nación y como sociedad, fracaso que abrazamos como si realmente fuera algo digno en lugar de algo a lo que hay que escaparle como sea.

Es un Bicentenario triste el que tenemos, más cuando en los edificios y en las grandes obras de todo el país podemos apreciar el legado de aquel Centenario glorioso que celebrara un país que tanto prometía y que tanto decepcionó.

Hay, en el fondo, algo de esperanza, aunque más no sea en la capacidad de supervivencia y de adaptación que tenemos los argentinos. Sobrevivimos doscientos años a pesar de nosotros mismos; insisto, eso no es algo que se pueda despreciar tan fácilmente.

El mismo Centenario, ese que ahora nos quieren pintar como un momento triste "bajo estado de sitio" para que no lo comparemos con lo triste y mediocre de este Bicentenario, es prueba de algo más: de que como sociedad fuimos capaces alguna vez de levantar una nación rica, orgullosa y esperanzada a partir de un desierto atrasado e inhóspito.

Pudimos construir ese país, que prometía tanto y que aún en sus grandes faltas mantenía la esperanza de superarlas. Nada, excepto nosotros mismos, nos impide trabajar para que volvamos a ser un país así. Quizás no lo veamos nosotros, o incluso nuestros hijos; pero sí podemos esforzarnos para que llegado el 2110, le toque a los blogueros del Tricentenario volver la mirada a este triste 2010 y enorgullecerse ellos del país que tienen en comparación con el que vivimos nosotros. Y quizás, incluso, enorgullecerse de nosotros por haber empezado el camino de la superación.

Es algo por lo que vale la pena pensar, aunque más no sea para no caer en la desesperanza.

Por lo menos, podemos hacer lo que esté en nuestras manos para que en 2016 el verdadero Bicentenario, el de la Independencia Nacional, encuentre un país más tranquilo, más seguro y que no duela tanto como el nuestro.

Por mi parte, quiero mantener esa esperanza.

No hay mucho que festejar, excepto los 200 años del comienzo de todo. Lo que nos duele de este país, está en nuestras manos para resolverlo, de la manera que esté a nuestro alcance. Y aunque la Argentina duela como sólo ella sabe hacer doler, mueva a sufrir e irrite por momentos, sigue siendo nuestro país, al que nosotros tenemos que darle eso que le falta.

Y esa es razón suficiente para celebrar a la Argentina, aunque nos duela como nos duele por lo que la queremos.

Felices doscientos, Argentina. ¡Viva la Patria!


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