Un post de pseudofilosofía política, si les parece.
Todo sistema político surge de una respuesta a la pregunta de "¿quien debe ejercer el poder?". A lo largo de la historia se han provisto infinidad de respuestas de acuerdo a las necesidades y realidades concretas de cada sociedad y grupo humano, dando así origen al sistema político por el cual se rigieron.
Pero todos estos sistemas, sin excepción, cayeron víctimas de una realidad inexorable: con el paso del tiempo, el poder dejó de estar en manos de aquellos que cumplían aquel criterio por el cual se fundó el sistema político para quedar en manos de aquellos que mejor supieron "aprovechar" las reglas de juego. Es casi una realidad inevitable que con el paso del tiempo, quienes prosperan en el gobierno de las sociedades no son los que encarnan los principios y valores, sino los aprovechadores más habilidosos.
Esto se parece mucho a la llamada "Ley de hierro de la oligarquía", formulada por el sociólogo alemán Robert Michels a finales del siglo XIX, que dice que toda organización, sin importar lo democrática o autocrática que haya sido en sus orígenes, inevitablemente se convertirá en una oligarquía debido a la necesidad indispensable del liderazgo, al surgimiento de grupos de intereses y a la pasividad de los dirigidos.
Así, las monarquías que en un pasado remoto habían sido construidas alrededor de los líderes tribales, y las aristocracias fundadas en base a la "nobleza de espada" feudal que proveía protección militar, degeneraron hasta convertirse en regímenes dominados por inútiles endogámicos surgidos de alianzas matrimoniales e intrigas desconectadas de la realidad, llegando a un epítome de incompetencia que la Revolución Francesa se ocupó de decapitar.
Los regímenes comunistas, creados con el propósito declarado de liberar a las masas oprimidas por el capitalismo, inevitablemente perdían su fervor revolucionario con el paso del tiempo y con la retirada (voluntaria, natural o forzada) de los cuadros revolucionarios originales. En su lugar, el poder quedaba en manos de los burócratas del partido, que podían no tener el menor fervor ideológico pero que sí sabían cómo manejar los resortes de una compleja estructura de control social.
¿Por qué habríamos de creer que las democracias occidentales son diferentes? Al amparo de las tendencias de los siglos XVIII, XIX y XX, la democracia postula que el poder debe estar en manos de representantes elegidos por el pueblo, que a su vez debe juzgar sobre la habilidad y la capacidad de sus representantes para gobernar los asuntos públicos.
Veamos cualquier sistema medianamente identificado con los principios democráticos y encontraremos que en casi todos el poder está en manos de políticos profesionales: gente que muy probablemente no tenga la menor idea de cómo se hacen las cosas en el mundo real porque se dedicaron toda su vida a cultivar los saberes necesarios para ser políticos: la retórica (en sentido amplio), la demagogia, el mantenimiento de la imagen pública, el intercambio de favores, etcétera.
Esa clase de gente, que en Argentina suelen ser hijos de un transatlántico completo de putas, es la gente que triunfa en la política porque así lo demanda la propia política. Las reglas de juego originales fueron aprovechadas por aquellos que sabían cómo cumplirlas (o no siempre) al pie de la regla ignorando por completo cualquier carga valorativa que pudieran tener.
En vez de quejarnos de que tenemos "malos políticos" y que todo se resolvería si vinieran "buenos políticos", mejor tendríamos que darnos cuenta que estos son los únicos políticos que pueden triunfar en el sistema.
Pero todos estos sistemas, sin excepción, cayeron víctimas de una realidad inexorable: con el paso del tiempo, el poder dejó de estar en manos de aquellos que cumplían aquel criterio por el cual se fundó el sistema político para quedar en manos de aquellos que mejor supieron "aprovechar" las reglas de juego. Es casi una realidad inevitable que con el paso del tiempo, quienes prosperan en el gobierno de las sociedades no son los que encarnan los principios y valores, sino los aprovechadores más habilidosos.
Esto se parece mucho a la llamada "Ley de hierro de la oligarquía", formulada por el sociólogo alemán Robert Michels a finales del siglo XIX, que dice que toda organización, sin importar lo democrática o autocrática que haya sido en sus orígenes, inevitablemente se convertirá en una oligarquía debido a la necesidad indispensable del liderazgo, al surgimiento de grupos de intereses y a la pasividad de los dirigidos.
Así, las monarquías que en un pasado remoto habían sido construidas alrededor de los líderes tribales, y las aristocracias fundadas en base a la "nobleza de espada" feudal que proveía protección militar, degeneraron hasta convertirse en regímenes dominados por inútiles endogámicos surgidos de alianzas matrimoniales e intrigas desconectadas de la realidad, llegando a un epítome de incompetencia que la Revolución Francesa se ocupó de decapitar.
Los regímenes comunistas, creados con el propósito declarado de liberar a las masas oprimidas por el capitalismo, inevitablemente perdían su fervor revolucionario con el paso del tiempo y con la retirada (voluntaria, natural o forzada) de los cuadros revolucionarios originales. En su lugar, el poder quedaba en manos de los burócratas del partido, que podían no tener el menor fervor ideológico pero que sí sabían cómo manejar los resortes de una compleja estructura de control social.
¿Por qué habríamos de creer que las democracias occidentales son diferentes? Al amparo de las tendencias de los siglos XVIII, XIX y XX, la democracia postula que el poder debe estar en manos de representantes elegidos por el pueblo, que a su vez debe juzgar sobre la habilidad y la capacidad de sus representantes para gobernar los asuntos públicos.
Veamos cualquier sistema medianamente identificado con los principios democráticos y encontraremos que en casi todos el poder está en manos de políticos profesionales: gente que muy probablemente no tenga la menor idea de cómo se hacen las cosas en el mundo real porque se dedicaron toda su vida a cultivar los saberes necesarios para ser políticos: la retórica (en sentido amplio), la demagogia, el mantenimiento de la imagen pública, el intercambio de favores, etcétera.
Esa clase de gente, que en Argentina suelen ser hijos de un transatlántico completo de putas, es la gente que triunfa en la política porque así lo demanda la propia política. Las reglas de juego originales fueron aprovechadas por aquellos que sabían cómo cumplirlas (o no siempre) al pie de la regla ignorando por completo cualquier carga valorativa que pudieran tener.
En vez de quejarnos de que tenemos "malos políticos" y que todo se resolvería si vinieran "buenos políticos", mejor tendríamos que darnos cuenta que estos son los únicos políticos que pueden triunfar en el sistema.
1 Comentarios:
Cierto, pero creo yo que criticar a la Democracia cuando no logra proveer el bien común es no entender cual es el fin último de la misma. Todos los vicios y males salidos de esta son emanados de la misma masa votante y son su responsabilidad. Quiero decir, la Democracia no se plantea ser proveedora, si no, ser justa incluso si serlo sea condenar a la gente.
La profesionalizacion de la politica es un mal surgido de la degeneración de la Democracia Republicana, cuando abandona el proposito con el que fue bautizada: hacer de su fin la protección del individuo. Ahi nace la demoagogia.
Que la democracia creo una oligarquia? Tenés razón. Quizá confiar que un sistema tan facilmente colectivizable podría mantenerse fiel al cuidado del individuo fuese un poco ingenuo. O quizá veamos como la situación toca fondo y el mundo decide, de a poco, volver al sistema que le dio años tan prósperos. Ojalá que suceda lo segundo.
Saludos, Mayor. Es siempre un placer leerlo.
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