sábado, 1 de octubre de 2011

Decadencias

Dando vueltas por mis discos rígidos me encontré con una traducción fatto in casa de una columna de Victor Davis Hanson que en su momento me pareció interesante. Espero que la disfruten.

¿Por qué se acaba la buena vida?
Por Victor Davis Hanson

Una mirada hacia atrás

Los pueblos simplemente no desaparecen. Miren a Alemania en 1946 o a los atenienses en 339 A.C. Ellos continúan, pero sus gobiernos y culturas finalizan. Por fuera de las dramáticas implosiones militares de sociedades autoritarias o tribales - la destrucción de Tenochtitlan, el final del nazismo, el colapso de la Unión Soviética, la anexión de la Galia tribal - ¿qué lleva a los Estados consensuales a un final, o al menos a un final de la buena vida?

Las ciudades-Estado no pudieron detener a 30.000 macedonios de la forma en que - cuando eran mucho más pobres y ciento cincuenta años antes - habían puesto un alto a 300.000 persas que bajaban por muchas de las mismas vías. La República Francesa de 1939 tenía más tanques y tropas en el Rin que el Tercer Reich que estaba ocupado subyugando a Polonia. Una Gran Bretaña más pobre peleó de manera distinta en El Alamein que hoy en día sobre Libia. Un acorazado británico fue alguna vez un símbolo de orgullo nacional; hoy un destructor representa mil millones de libras robadas a los servicios sociales.

Dame

La redistribución de riqueza en lugar del énfasis en su creación es seguramente un síntoma de las sociedades que envejecen. Sea en Bizancio durante los Disturbios de Nika o en la Roma del pan y circo, cuando el público espera que el gobierno provea seguridad en lugar de que el individuo se vuelva autónomo a través de una economía en crecimiento, entonces crece un letargo colectivo. Pienso que es el mensaje de las brutales sátiras de Juvenal acerca tanto de las turbas como de los ricos ociosos. La literatura ateniense del siglo IV a.C. se caracteriza por demandas judiciales forenses, conforme los ciudadanos buscaban demandarse unos a otros, o demandar al Estado por sostén, o pelear por herencias.

El subtexto del Satiricón de Petronio es el de una ciudadanía acomodada, sin hijos, por lo general subempleada que busca herencias y se burla de las clases productivas que producen el sobrante suficiente como para que los astutos la pasen bien sin trabajar. En algún momento alrededor de 1985 en California me percaté de que mis estudiantes esperaban un trabajo estatal primero, un trabajo federal en segundo lugar, un trabajo municipal en tercer lugar - y un empleo privado como última opción. Alrededor de 1990, repentinamente dos tipos de comerciales estaban al aire por doquier: cómo sumarse a una demanda judicial llamando al 1-800 de un estudio jurídico o cómo conseguir una silla de ruedas, un scooter o algún otro aparato de forma gratuita llamando al 1-800 de una compañía de medicina prepaga que iba a ocuparse del papeleo para la Seguridad Social en tu nombre.

Regular, no crear

¿Por qué es más moral que un burócrata federal en una camioneta provista por el Estado cierre una plataforma petrolera off-shore argumentando que es demasiado peligrosa para el medio ambiente que un individuo privado arriesgue su propio capital para encontrar algún tipo de nuevo combustible que impulse la flota de camionetas de su gobierno? Todas las sociedades prósperas creen que son demasiado ricas como para no permitirse otra regulación, sólo una indulgencia moralizante más, y otro derecho de ayuda social más. Pero como vemos ahora en los Estados Unidos posmodernos, vuelve ociosos 250.000 acres de tierra cultivable por un pececito, cierra un campo petrolífero entero, demora una nueva exploración de gas natural por temor a un posible impacto ambiental, agrégale un centavo al impuesto a las ventas, dispone todavía otro programa de medicamentos recetados sin financiamiento, u ofrece todavía otro descuento becado estatal para un inmigrante ilegal - y los costos finalmente equivalen a una implosión como las que vemos en Grecia o California. Y como lo sabemos a partir de colapsos anteriores, una nueva ayuda social se convierte en cuestión de minutos en un derecho institucionalizado cuya privación provoca mucha más angustia que su inexistencia previa. Justiniano lo aprendió cuando quiso recortar la burocracia y casi perdió su trono.

Ellos

No es que la elite esté exenta. La literatura moral occidental, desde Horacio hasta Thackeray, se enfoca en la vanidad de los ricos que piensan que un heredero codicioso no heredará de verdad sus riquezas dura o sospechosamente ganadas, o que sus caderas y rodillas en constante envejecimiento siempre los van a impulsar con potencia por las escaleras monumentales de sus casas colosales, o que un quinto yate u otros mil acres por fin van a acabar con el aburrimiento. Pero el problema no es que sean ricos sino que sean ociosos, no que manden un mensaje de que la prosperidad mejora la vida sino que la prosperidad es inevitablemente corruptora. En Los Doce Césares de Suetonio, el tema no es simplemente la decadencia y crueldad imperiales, sino también las pasiones ciegas de la muchedumbre que la elite manipula tan cínicamente para sus propios privilegios inútiles e indulgencias insensatas.

Somos buenos y por lo tanto podemos actuar mal

La transferencia de la moralidad privada al Estado es una aflicción particularmente moderna, pero igual de perniciosa. Presenciamos la sorprendente paradoja de que la sociedad privada de hoy en día es más burda, menos honesta y más ordinaria aún cuando la moralidad oficial de su gobierno enfatiza la superioridad ética de género, raza, clase y medio ambiente. Pero sólo porque el Estado ahora y gracias a Dios disponga que haya lugares de estacionamiento para los discapacitados no significa que tratemos a un pariente inválido con más respeto que en el pasado, o que nuestros hijos sean más proclives a escribir notas de agradecimiento por el regalo de un abuelo. Ciertamente veo una erosión en la expresión pública de modales y moralidad aún mientras siento que nuestro gobierno es ahora más "justo" e "igual" que nunca.

Sólo porque el Estado te demande por un aparente acoso sexual no significa que sea menos probable que al olvidarte tu laptop en una universidad te la roben que, por ejemplo, una billetera en 1955. La terrible preocupación es que las dos están conectadas: mientras más se mete el Estado a proclamar que somos cósmicamente morales, más asumimos que nos podemos relajar y por ende volvernos concretamente inmorales. Detroit es un síntoma de esa transición de las definición familiar de moralidad a la definición estatal. Vayan a Atenas hoy en día, y uno podrá leer altisonantes elogios del omnipresente Estado de Bienestar, y ver por doquier maquinaciones privadas para evadir impuestos y fanfarronadas acerca de conseguir un empleo público que no requiere trabajo y que consigue enormes sueldos.

Cuando la pobreza se define como deseos relativos en lugar de necesidades existenciales, los Estados decaen y las sociedades declinan. En el siglo V a.C., los atenienses se daban por satisfechos con que les pagaran para ir al teatro; para el siglo IV a.C., también se les pagaban para votar - aún mientras contrataban mercenarios para pelear y se olvidaban de quién había vencido en Salamina y por qué. Los flash mobs no atacaban comercios mayoristas de alimentos. Los saqueadores se organizaron en Facebook a través de laptops y celulares, no mediante reuniones en ollas populares y colas para el pan. Los asaltos al azar no se debían a una pobreza elemental, sino a la furia de no tener exactamente lo que aparece en TV.

La obesidad, no la desnutrición, es la enfermedad en Wal-Mart. En nuestra extraña cultura, que alguien conduzca un costoso BMW aparentemente significa que nuestros propios Toyotas no tienen aire acondicionado o radios. Pero que John Edwards o John Kerry o Al Gore tengan una casa enorme no significa que la mía sea inadecuada, o que las casas prefabricadas que surgen en mi comunidad para los recién llegados de México sean demasiado chicas.

Por supuesto, la elite tiene la responsabilidad de usar su esplendidez sabiamente y no convertirse en los Kardashian. Pero que la quinta parte de un uno por ciento de los contribuyentes estén buscando formas de no pagar la tasa del impuesto a las ganancias que les corresponde por sus grandes ingresos no lastima a la república tanto como que el 50% de la población no pague nada de impuesto a las ganancias. Estos últimos seres nobles no nos molestan tanto, pero su falta de cumplimiento perturba las bases de la sociedad mucho más que la tacaña pero minúscula cantidad de ricos codiciosos.

Lala land

La irrealidad es un síntoma especialmente perturbador. Cuando Jimmy Hoffa amenaza a los no sindicalizados, uno imagina que Detroit está construyendo autos mejores, más seguros y más confiables a mejor precio y que lo viene haciendo desde hace décadas. Cuando Barack Obama le pide al Interbloque Negro del Congreso que marche por la igualdad, y adopta las cadencias y posturas de un líder de los derechos civiles en la década de 1960, uno pensaría que la derecha de Florida acaba de elegir a Bull Connor y no a Herman Cain como ganador de su encuesta simulada. Cuando la vocera canchera y de tercera generación de La Raza habla de desigualdad, uno pensaría que ella acaba de cruzar la frontera de Oaxaca, obligada a dejar un México benevolente para trabajar en las fosas de un Mordor norteamericano.

Esperanza

Todos sabemos qué nos salvará y qué nos está destruyendo. Pero el truco está en ver cómo los dos chocan. Un nuevo código impositivo, tasas simples, pocas deducciones, todos pagan algo; una nueva reforma de la asistencia social, menos beneficios, jubilaciones posteriores; un gobierno más pequeño, un sector privado más grande; una cultura popular diferente que honre el carácter en lugar del exceso - todo lo que no es, y a la vez es, imposible de imaginar. Sólo ocurrirá cuando los llantos de los angustiados por su interés propio sean ignorados. Mi expectativa es que pronto los prósperos de las repentinamente ricas China e India contraigan la enfermedad occidental que vemos endémica en Europa y entre nosotros, aún cuando los Estados Unidos se despabilen y vuelvan a dedicarse a la confianza en sí mismos y a la creación de riqueza. Pero cuando veo a la Venecia del siglo XVIII, o a la Gran Bretaña de la década de 1950, o a Francia en 1935, o a la Atenas del siglo III a.C., o a la Roma del siglo V, me preocupo. No creo que querramos vivir en una Grecia tranquila pero colapsada en la era de Plutarco, por siempre soñando con una era remota de logros pasados.

1 Comentarios:

Anonymous carancho dijo...

Excelente.

4:59 p. m.  

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