La República patotera
Durante los últimos cuatro años nos acostumbramos a que desde el Gobierno se hable en términos insultantes, los funcionarios se comporten de manera agresiva y que el debate político se dé en términos de pelea y de acusaciones bruscas y la mayoría de las veces infundadas. El diálogo civilizado parece haber quedado catalogado como una mariconeada, como algo que "no es de machos" en el régimen K. El ejemplo clásico es el propio Néstor, con sus insultos de atril contra quien se le dé la gana ese día: periodistas, opositores, gobiernos extranjeros, militares, etc.
No se trata solamente del Presidente; lo hace la ministra de Economía al minimizar la vergüenza del INDEC cuando dice "¡Yo no entiendo por qué una ministra tiene que estar al tanto del cambio de una funcionaria de cuarta línea!" (dando a entender que la que era de cuarta era la funcionaria); lo hace el ministro del Interior al tildar de "salames", "mafiosos", "atorrantes" y otros términos a quien está en ese momento en contra suya; lo hace el secretario de Comercio Interior al recibir a gente en su oficina con una pistola sobre el escritorio. Ni hablemos de D'Elía o de doña Hebe Bonafini...
El problema con esta violencia comunicacional del Gobierno (camuflada con frases como "comunicación directa con la gente", "hablar sin rodeos" y otros eufemismos) es que caldea el ambiente. Puestos ante un Gobierno que usa el insulto como estrategia de comunicación, los otros actores políticos van a estar más tentados a responder de igual manera, o por lo menos a no considerar el hablar con moderación. Lo entienda o no Kirchner, sus palabras "marcan la cancha" del debate político; en lugar de discutir ideas, hablamos constantemente de los insultos que lanzó en algún momento. Un escenario político en el que el agravio es el intercambio más común sólo tiene resultados perjudiciales para todos: las oposiciones al Gobierno corren el riesgo de transformarse en odios y la moderación en palabras y hechos es empujada fuera del escenario. Peor aún, se instala el miedo a la represalia como comportamiento de todos los sectores, incluso de aquellos cuya tarea es señalar las cosas que no van bien para que puedan cambiar.
Usar el insulto como comunicación también lleva al fracaso en cualquier negociación. ¿Quién va a querer negociar con alguien que, a la primera de cambio, te dedica una sarta de insultos por los canales de televisión? Recurrir al golpe de efecto de un discurso duro, contrariamente a lo que cualquiera podría imaginar, es una señal de debilidad: quien tiene un argumento convincente o una buena oferta para negociar no necesita insultar de entrada. Ni siquiera resulta ser un uso efectivo de los recursos de fuerza, ya que es mucho más efectivo "hablar suavemente y llevar un gran garrote", como decía un presidente de EE.UU., que amenazar con el garrote tantas veces que ya no le crean a uno.
Sólo queda esperar que los ánimos se tranquilicen un poco y que, por el interés de todos, vayamos desterrando del debate político el insulto y el agravio infundado.
No se trata solamente del Presidente; lo hace la ministra de Economía al minimizar la vergüenza del INDEC cuando dice "¡Yo no entiendo por qué una ministra tiene que estar al tanto del cambio de una funcionaria de cuarta línea!" (dando a entender que la que era de cuarta era la funcionaria); lo hace el ministro del Interior al tildar de "salames", "mafiosos", "atorrantes" y otros términos a quien está en ese momento en contra suya; lo hace el secretario de Comercio Interior al recibir a gente en su oficina con una pistola sobre el escritorio. Ni hablemos de D'Elía o de doña Hebe Bonafini...
El problema con esta violencia comunicacional del Gobierno (camuflada con frases como "comunicación directa con la gente", "hablar sin rodeos" y otros eufemismos) es que caldea el ambiente. Puestos ante un Gobierno que usa el insulto como estrategia de comunicación, los otros actores políticos van a estar más tentados a responder de igual manera, o por lo menos a no considerar el hablar con moderación. Lo entienda o no Kirchner, sus palabras "marcan la cancha" del debate político; en lugar de discutir ideas, hablamos constantemente de los insultos que lanzó en algún momento. Un escenario político en el que el agravio es el intercambio más común sólo tiene resultados perjudiciales para todos: las oposiciones al Gobierno corren el riesgo de transformarse en odios y la moderación en palabras y hechos es empujada fuera del escenario. Peor aún, se instala el miedo a la represalia como comportamiento de todos los sectores, incluso de aquellos cuya tarea es señalar las cosas que no van bien para que puedan cambiar.
Usar el insulto como comunicación también lleva al fracaso en cualquier negociación. ¿Quién va a querer negociar con alguien que, a la primera de cambio, te dedica una sarta de insultos por los canales de televisión? Recurrir al golpe de efecto de un discurso duro, contrariamente a lo que cualquiera podría imaginar, es una señal de debilidad: quien tiene un argumento convincente o una buena oferta para negociar no necesita insultar de entrada. Ni siquiera resulta ser un uso efectivo de los recursos de fuerza, ya que es mucho más efectivo "hablar suavemente y llevar un gran garrote", como decía un presidente de EE.UU., que amenazar con el garrote tantas veces que ya no le crean a uno.
Sólo queda esperar que los ánimos se tranquilicen un poco y que, por el interés de todos, vayamos desterrando del debate político el insulto y el agravio infundado.
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