martes, 6 de diciembre de 2011

Una historia paralela de la Argentina (Parte 10)

Hoy vamos con la parte décima de esta historia alternativa de la Argentina, la cual dejo a continuación para consideración de quienes puedan estar interesados...

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UNA HISTORIA PARALELA DE LA ARGENTINA (1806-2010)

10. Cambio de curso (1919-1930)

A su retorno a Rosario, Figueroa enfrentó un vendaval político en el Parlamento. Prácticamente todas las facciones políticas de peso en la Cámara de Representantes tenían objeciones importantes a la forma en que Figueroa había conducido los asuntos nacionales durante la guerra y a la situación económica del país, que se había resentido por las fuertes exigencias de la guerra y de los preparativos militares.

Algunas de estas quejas y reclamos eran notoriamente contradictorios según los partidos que las enarbolaban; mientras los nacionalistas hispanoparlantes del Partido Cívico y los representantes del Partido Laborista atacaban con estridencia al gobierno por la implantación de la conscripción, los anglófilos a ultranza del Partido Conservador y el sector más tradicional del Partido Nacional criticaban a Figueroa por no haber sabido imponerse a las circunstancias y así haber “hecho más” para ayudar a la causa aliada.

El respaldo hacia el Primer Ministro, acotado únicamente a las alas más moderadas del Partido Nacional, fue insuficiente para evitar que de manera concertada los partidos opositores y los sectores disconformes del propio Partido Nacional plantearan una cuestión de confianza hacia Figueroa. En una votación que pasó a la historia como la “paradoja de Figueroa”, en un mismo acto el Parlamento ratificó la incorporación de la Argentina a la Sociedad de Naciones y censuró oficialmente a Figueroa, sin dejarle otra alternativa al Primer Ministro excepto ordenar la disolución de la Cámara de Representantes y convocar a elecciones generales.

Los comicios del 10 de noviembre de 1919 dejaron al Partido Nacional con una pluralidad de escaños en la Cámara de Representantes, aunque superado en número por los escaños obtenidos en conjunto por los partidos Cívico y Laborista, sin que una posible alianza con los conservadores pudiera darle los números suficientes a Figueroa para continuar en el gobierno. Tras una semana de feroces negociaciones que tuvieron al país en vilo, se conoció la noticia de que los laboristas y los cívicos habían acordado formar un gobierno de coalición encabezado por Hipólito Irigoyen, el sucesor en el liderazgo del Partido Cívico luego de la muerte de Bartolomé Mitre en 1904.

Figueroa aceptó los resultados, y el 21 de noviembre de 1919 el Gobernador General de la Argentina, Sir Geoffrey Rutherford, designó oficialmente a Irigoyen como Primer Ministro de la Argentina. Por primera vez desde la Federación, el Partido Nacional se veía obligado a ceder las riendas del poder a una fuerza opositora.

Irigoyen era una figura polémica, aún hacia el interior de su propio partido. Era un hombre hosco y reservado, poco dado a las apariciones públicas, que había prevalecido a base de tenacidad por sobre todos sus competidores en la feroz lucha de poder posterior a la muerte de Mitre, y que era visto con inquietud por la comunidad angloparlante por ser el hijo de uno de los insurrectos de Rosas. Lo poco que se conocía de su ideario versaba sobre la búsqueda de una mayor autonomía nacional respecto de Londres y una “reafirmación” del papel de los hispanoparlantes en la vida política, económica y cultural del país, además de una política económica de corte vagamente estatista y de ciertas concesiones a los sectores trabajadores que podían intuirse a partir de la alianza entre cívicos y laboristas.

Esas ideas fueron llevadas a la práctica casi de inmediato. La agenda parlamentaria de los primeros meses del gobierno de Irigoyen estuvo cargada de decisiones históricas para la Argentina; en rápida sucesión y a lo largo de ocho meses, el gobierno logró la aprobación de proyectos de legislación que establecían el sufragio femenino, protecciones legales a los trabajadores rurales e industriales, y la enseñanza obligatoria del inglés y del castellano en todas las escuelas públicas de Argentina.

Además, Irigoyen aprovechó el descubrimiento de grandes yacimientos de petróleo en Tehuelchia para establecer una empresa petrolífera estatal, adquirió para el gobierno federal acciones en algunas compañías de servicios públicos en Rosario, Córdoba y Buenos Aires y dispuso la creación de una línea marítima nacional a partir de los buques mercantes alemanes incautados durante la guerra, mientras que en política militar ordenó suspender la conscripción en las filas del rebautizado “Ejército Argentino” y cancelar algunos de los planes de construcción naval que la Real Armada Argentina estaba llevando a cabo.

La relación con Londres se volvió tirante por momentos. Si bien jamás avanzó con los planes de reforma constitucional que algunas voces más radicales de su coalición le reclamaban, el gobierno de Irigoyen hizo todo lo posible por diferenciarse de Londres en política exterior y darle a la Argentina “su propia y distintiva voz en los asuntos del mundo”. Entre los momentos más polémicos y de mayor tensión entre Rosario y Londres a raíz de esta política estuvieron el recibimiento oficial al Mahatma Gandhi en el Parlamento durante la visita que el líder indio hizo a la Argentina en 1920 y las fuertes críticas que el propio Irigoyen formuló a la política británica respecto de la República de Weimar y sus obligaciones de posguerra durante una visita oficial a Londres ese mismo año, que desencadenaron una fallida moción de censura en la Cámara de Representantes impulsada por los partidos Nacional y Conservador.

Pero el gran trauma del gobierno de Irigoyen estaría dado por los conflictos sindicales y sociales. El derrocamiento del zar Nicolás II y el surgimiento de un gobierno comunista en el antiguo Imperio Ruso habían puesto en ebullición a los movimientos sociales de todo el mundo y la Argentina no era la excepción. Aunque el Partido Laborista había tenido un éxito histórico en mantener tranquilos a los sectores sindicales y en pacificar las relaciones sociales en el país, pronto el socio menor de la coalición de gobierno se encontró con facciones radicalizadas que no aceptaban su dominio político del movimiento de los trabajadores.

Mientras la economía global y nacional se recuperaba de la guerra, las tensiones sociales llegaron a un punto de quiebre en las principales ciudades industriales de la Argentina. A comienzos de diciembre de 1920 una serie de reclamos por parte de los trabajadores del cinturón industrial de Buenos Aires desencadenó una violenta huelga general que convirtió a la ciudad en un verdadero campo de batalla y que acabaría por extenderse a ciudades como Córdoba, Santa Fe y White Bay, sumiendo a toda la Argentina en un descontento y una violencia que los más afiebrados en ambos lados del conflicto veían como la antesala de una revolución.

Enfrentado al caos social que parecía extenderse por todo el país y que no tardó en cobrarse vidas humanas, y atrapado entre los pedidos frenéticos de los gobiernos provinciales, las furiosas críticas de la oposición y el enardecido idealismo de algunos de sus propios partidarios, Irigoyen se vio obligado a decretar la ley marcial y a desplegar tropas en las principales ciudades del país para restaurar el orden. Si bien en algunas ciudades la presencia militar ayudó a terminar con los disturbios de manera casi inmediata, en Buenos Aires la supresión de los desórdenes fue excepcionalmente violenta y culminó con casi un centenar de muertes antes de que se pudiera poner fin a lo que se daría en llamar “la Semana Sangrienta”.

Al año siguiente llegaría otro conflicto que desembocaría en sangre y muerte, esta vez en una zona muy alejada del país. Una huelga de los peones rurales que trabajaban en la pujante industria del ganado ovino en Tehuelchia y Magellania escaló hasta llegar al punto de un enfrentamiento armado. Presionado por los grandes barones del ganado y por los partidos más tradicionales, que todavía recordaban con horror los episodios de la Semana Sangrienta, Irigoyen ordenó una vez más al Ejército que pusiera orden en los territorios australes. Comenzó así una campaña que se prolongaría por casi cinco meses en los que las tropas gubernamentales y los peones rebeldes protagonizaron una virtual guerra civil en la extensa Patagonia argentina y que se cobraría casi mil vidas antes de llegar a su fin.

Este último episodio resultó en la ruptura de la coalición gobernante y en el paso del Partido Laborista a la oposición; su primera acción fuera del gobierno fue impulsar una moción de censura contra Irigoyen que fracasó a causa del apoyo reticente de los parlamentarios del Partido Nacional. De todas formas, el gobierno de Irigoyen estaba herido de muerte y sólo alcanzó a sobrevivir a duras penas hasta mediados de 1922, cuando ni siquiera el respaldo del Partido Nacional impidió que se rechazara un proyecto para establecer un impuesto especial a las ventas en la Cámara de Representantes.

De acuerdo con los procedimientos y tradiciones parlamentarios, el rechazo de un proyecto impositivo equivalía a declarar la falta de confianza del Parlamento en el Gobierno. A Irigoyen no le quedó otra opción más que disolver el Parlamento y convocar a elecciones para agosto de 1922, mientras debía enfrentar un desafío a su conducción en el seno de su propio partido del que emergería un nuevo líder.

Marcelo de Alvear era una figura extraña en el Partido Cívico, pues pertenecía a una encumbrada familia de la aristocracia hispanoparlante de Buenos Aires de militancia histórica en el Partido Nacional y con fuertes lazos con Gran Bretaña (su ancestro Carlos había sido parte del gobierno de Robert Craufurd durante la revuelta de Castelli y su padre Torcuato había sido el primer alcalde de la ciudad tras la Federación), además de ser excepcionalmente acomodado en comparación con Irigoyen y los otros dirigentes del Partido Cívico, que solían hacer un culto de la frugalidad.

A pesar de este perfil inusual para su partido, muchos dirigentes cívicos vieron en Alvear a la única figura capaz de lograr consensos con la oposición del Partido Nacional, una realidad que aceptaron como esencial para la supervivencia de un futuro gobierno tras la ruptura de su alianza con el laborismo. Esta percepción fue vital en la elección interna en la que Alvear derrotó a su rival Lisandro de la Torre para convertirse en el nuevo líder del Partido Cívico.

Fue en parte gracias a la capacidad dialoguista de Alvear (y en no menor medida a su perfil menos conflictivo que el de su predecesor Irigoyen) que el Partido Cívico pudo obtener una nueva pluralidad en las elecciones generales, lo que le permitió convertirse en Primer Ministro con el apoyo condicionado del Partido Nacional. Por su parte, si bien el Partido Laborista pudo incrementar sus escaños en la Cámara de Representantes, los conflictos sindicales lo habían empujado a una postura más intransigente que le impidió encontrar los apoyos suficientes para bloquear el acceso de Alvear al gobierno.

Aunque en materia económica y social el gobierno de Alvear mantuvo las mismas líneas de principios impulsadas por Irigoyen en los tres años anteriores, su aplicación se caracterizó por una mayor capacidad de conciliación y un partidismo suavizado que atemperó la brusquedad en las decisiones de gobierno. Las favorables condiciones económicas de la época impulsaron un fuerte crecimiento y desarrollo de la economía nacional, en particular en el sector financiero, que convirtieron a la Argentina en la locomotora económica de Sudamérica y a Buenos Aires en la mayor capital financiera del Hemisferio Sur.

En materia social continuaron los conflictos que habían enlutado al gobierno de Irigoyen, aunque la prosperidad general de la época y la sutileza con que Alvear había convencido a la dirigencia económica del país para que aceptara ciertas medidas de bienestar económico y beneficios sociales ayudaron a atemperar el clima de tensión y a disminuir la conflictividad, que a pesar de resultar en episodios de gran visibilidad como la huelga general de 1924, nunca alcanzó el grado de violencia de la Semana Sangrienta.

Durante los años en que Alvear condujo a la Argentina se dio un fuerte incentivo al desarrollo ferroviario a través de la Imperial Railways Corporation of Argentina, una empresa mixta de fomento ferroviario y de administración de ciertos servicios que sería la antecesora de Argentine Railways, permitiendo la definitiva consolidación de los servicios de pasajeros en una única red de alcance nacional, como al transporte público en las grandes ciudades del país. De esta época datan los comienzos de las redes de subterráneos y los servicios regulares de autobuses en Buenos Aires, Córdoba, Rosario y Montevideo.

Además, el gobierno participó del desarrollo de la radiodifusión y logró la creación en 1926 de la Argentine Broadcasting Corporation (ArBC) que en poco tiempo establecería un servicio nacional e internacional de radio en inglés y en castellano con base en Rosario y con repetidoras en todo el país.

Tras un confuso incidente fronterizo con Brasil que agitó el fantasma de una nueva guerra, el gobierno de Alvear logró en 1926 la aprobación parlamentaria de la Ley para la Defensa Nacional e Imperial, que buscaba sacar a las instituciones militares de la laguna en la que habían caído por obra de la política, la economía y la historia. Fue así que el antiguo Ministerio de Milicias fue transformado en un nuevo Ministerio de Guerra y Marina que tendría bajo su autoridad a las tres fuerzas militares del país: el Ejército Argentino, la Real Armada Argentina y la flamante Real Fuerza Aérea Argentina, organizada esta última sobre la base del antiguo Cuerpo Aéreo Militar.

Se intensificó la cooperación militar con Gran Bretaña, que consintió a crear un “Estado Mayor Conjunto” que agruparía a las fuerzas armadas argentinas y a los contingentes militares británicos en suelo argentino bajo un único mando en caso de guerra, se construyeron bases navales en Rawson, East Point y Parish River y se ampliaron las ya existentes en White Bay y Port Stanley (las bases de la “Estación Argentina” de la Royal Navy) y se dio comienzo a un programa de armamentos y de construcciones navales tendientes a darle a la Argentina la capacidad de asegurar su propia defensa en caso de que el Imperio no pudiera proveerla.

Alvear también siguió una política internacional de mayor visibilidad y relevancia que la que Londres hubiera deseado para un país al que todavía consideraba como parte de su imperio y cuyos desplantes durante la administración anterior aún no había olvidado. Sin embargo, Alvear procuró no caer en gestos provocativos como los que Irigoyen había protagonizado y limitar los desacuerdos con el gobierno británico a las cuestiones concretas de la relación entre Londres y Rosario.

Entre los puntos más álgidos de la agenda bilateral estaba la demanda de mayor autonomía de las decisiones de Londres, un pedido en el que la Argentina se sumaba a las similares intenciones de los otros grandes dominios imperiales como Canadá, Australia, Irlanda, Sudáfrica, Nueva Zelanda y Terranova y que el gobierno de Alvear se ocupó de exponer en las múltiples Conferencias Imperiales que tuvieron lugar durante la década.

Las elecciones generales de 1926 redundaron en un sonoro triunfo para el Partido Cívico, que por primera vez pudo obtener una mayoría por derecho propio en la Cámara de Representantes. Sin embargo, el hecho de no depender más del consentimiento de otros partidos no derivó en un mayor unilateralismo por parte de Alvear, quien continuó gobernando con el mayor consenso posible con otros partidos de la oposición, aunque el Partido Laborista continuó con la línea intransigente de la mano de su líder Juan Bautista Moreau.

El segundo período de Alvear no sería tan exitoso como el primero, ya que en 1929 el colapso de la Bolsa de Valores de Nueva York inició un proceso que sumió a todo el mundo en una depresión económica de proporciones nunca vistas hasta la época.

Aunque la economía argentina mantenía una fortaleza que le permitió atravesar el período sin caer en la miseria que azotó a otros países del globo, el sector financiero nacional se desplomó y provocó una caída general en la inversión que no tardó en reducir el crecimiento económico a tasas ínfimas. Mientras los tradicionales socios comerciales de la Argentina sufrían el impacto de la crisis, grandes masas de inmigrantes procedentes de Brasil, de Atacama y de Chile llegaban a la Argentina con la esperanza de huir de la pobreza en la que sus países habían caído.

El desempleo y la inflación se incrementaron a tasas nunca vistas anteriormente, llevando a millones de argentinos a situaciones de pobreza y penuria que, aunque no tan severas como las que afectaron a otros países, acabaron con el espíritu de optimismo y tranquilidad que había reinado durante la mayor parte de la década. El “Granero del Imperio” se convirtió en cuestión de meses en un país de ollas populares y largas filas de desocupados que esperaban con poco optimismo un trabajo que les permitiera llevar comida a sus familias.

En medio del clima de caída económica, la conflictividad social aumentó y varios movimientos extremistas de izquierda y derecha comenzaron a ganar terreno en los segmentos más afectados de la población. Se multiplicaron las huelgas y las protestas en todo el país, y los incidentes y enfrentamientos entre los manifestantes y la policía, o incluso entre manifestantes que respondían a distintas alas políticas, se convirtieron en moneda corriente en los últimos meses de 1929.

Ante la crisis y consciente de que cualquier salida requeriría un grado de consenso que estaba más allá de lo que un sólo partido político podía esperar lograr, el primer ministro Alvear tomó una decisión inédita en la historia política argentina y solicitó al Gobernador General Chester Edrington que hiciera un llamado a los dirigentes de los grandes partidos políticos para sumarse a un gobierno de unidad nacional.

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La siguiente parte, este jueves. Hasta entonces...

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