Matrimonios y algo más
Ahora, como si no tuviéramos nada de qué ocuparnos en la Argentina, anda dando vueltas un proyecto para legalizar el matrimonio homosexual. Porque si algo sirve para sacar adelante a un país, es adoptar lo último en modas progres.
De paso, me sirve para hacer algunos comentarios al respecto, pero antes de empezar, quiero dejar bien claro desde donde parto.
Soy católico apostólico romano, de misa semanal, confesión no tan habitual como debería y de los que hacen la Señal de la Cruz cada vez que pasa frente a una parroquia. Creo en la existencia de un Dios como principio del Universo y creo que las enseñanzas de la Iglesia Católica son verdaderas. No seré ni por mucho un ejemplo de lo que debe ser un buen cristiano católico, pero ahí estoy.
Y por tanto, creo que el matrimonio es una institución sagrada, ordenada al establecimiento de una familia, y que sólo puede ser constituida por un hombre y una mujer que deciden libremente unirse y establecer una vida en común de manera perpetua. Naturalmente, cada religión tiene su propia concepción de lo que es un matrimonio, e incluso los que no sostienen fe religiosa alguna tienen una visión personal del mismo tema.
Partiendo de la base de que la sociedad en la que vivimos incluye a los practicantes y creyentes de varias religiones, y a los que no sostienen ninguna, creo que es claro que no tengo ningún derecho a exigir que los que no constituyen mi grupo religioso adopten sus principios, a menos que ellos por propia voluntad decidan hacerlo, y tampoco tengo derecho a exigir que el Estado intervenga para impulsar mis ideas religiosas, o la falta de ellas si fuera ateo.
De ahí se desprende que la neutralidad religiosa y la separación entre religión/no religión y Estado es el único principio que debe tener una sociedad política en lo referido a asuntos de fe, excepto cuando se trate de evitar la persecución a miembros de una comunidad religiosa o la violencia sectaria. Al Estado no le corresponde en absoluto imponer principios religiosos, sean éstos tomados de una religión existente o establecidos por el propio Estado.
Ya hablamos de la Iglesia y el Estado, ¿y el matrimonio? No soy abogado, pero afirmo esto: en la medida en que es un acuerdo libre y mutuamente consentido para convivir, con mutuas responsabilidades personales, legales y económicas desprendidas del mismo, podemos afirmar que en su constitución, formación y ejecución es un acto completamente privado y exclusivo de las partes.
En suma: casarse es una decisión que se toma entre los dos contrayentes. Punto. Incluso el Catecismo de la Iglesia Católica (para ponerles un ejemplo) lo ilustra claramente: "(l)os esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio." No es el sacerdote quien casa a los novios, son ellos mismos los que se casan. El sacerdote sólo bendice.
Termino la digresión. Volviendo a la cuestión principal, sostengo entonces que la definición de la institución social matrimonial que debe adoptar la sociedad respetando la neutralidad religiosa se compone de dos partes esenciales y una tercera parte opcional:
El tercer elemento, como creo que queda claro, es algo que hace a los propios contrayentes en la medida en que suscriban una fe religiosa. Si la tienen y desean casarse según el rito de su fe, es asunto estrictamente de ellos.
Al Estado le queda, en mi opinión, ocuparse única y exclusivamente de las consecuencias legales y económicas de la unión. Es decir, de la propiedad común, de la división de bienes en caso de ruptura del contrato matrimonial, y de la verificación del cumplimiento de las obligaciones libremente consentidas al momento de celebrar el contrato matrimonial.
¿A qué quiero ir con todo esto? A que al Estado no le compete en absoluto definir qué es o qué no es un matrimonio, porque quienes lo celebran y deciden vivir son los que eligen hacerlo bajo la definición de matrimonio con la que más estén ambos de acuerdo. El matrimonio civil, base de todo este maldito problema, es otro ámbito más en el que el Estado decide jugar a ser Dios y a imponer definiciones cuando no tiene por qué hacerlo en absoluto.
En el sistema matrimonial actual, hay que acomodar la unión matrimonial no sólo a lo que acuerdan las partes y a lo que las instituciones religiosas sostengan (si se las decide incorporar al asunto, que es una cuestión de voluntad libre), sino atarse a los dictados de una definición completamente innecesaria tomada por una institución que nada tiene que hacer ahí. Al Estado lo creamos para que sostenga nuestros derechos, no para que haga de Roberto Galán.
Repito: el Estado no tiene por qué sostener una definición de matrimonio siendo que decidir qué clase de vida en común quieren adoptar es una cuestión de exclusiva responsabilidad de los contrayentes. No debería haber más intervención estatal en la cuestión matrimonial que la que se le impone a las sociedades comerciales o de otro tipo para definir qué forma parte de su patrimonio común.
Si yo me caso, será un asunto exclusivo de mi futura esposa y de mí, y de Dios y la Iglesia porque nosotros aceptamos que formen parte del asunto. Yo me casaré de acuerdo al rito católico, las otras confesiones cristianas, los judíos, musulmanes, budistas, zoroastrianos y mormones lo harán según los suyos. Los ateos y agnósticos harán fiestas o lo que mejor les venga en gana cada quien según su propia y aceptada definición de matrimonio.
Y si dos homosexuales quieren ir vestidos los dos con traje blanco de novia y casarse, me importa poco y podría llegar a importarme menos; religiosamente diré que es un asunto que es sólo entre ellos y Dios, socialmente diré que no es asunto mío y que como adultos son libres para hacer lo que les parezca siempre que no jodan a los demás, y políticamente diré que lo único que le tiene que interesar al Estado es que paguen sus impuestos, cumplan las obligaciones legales y económicas que se desprenden de su caracter societario, y no acaben hiriéndose o matándose.
En suma: no creo que el matrimonio civil deba comprender a los homosexuales porque no creo que el matrimonio civil deba siquiera existir. El matrimonio es lo que las dos partes quieren que sea, y lo que las religiones bendicen en todo caso. Nada más.
Para mí no se trata de ampliar el matrimonio a los homosexuales o no. Para mí, la cuestión pasa por expulsar completamente al Estado de un área en la que no tiene nada que hacer, y en la que, como suele pasar cuando el Estado se mete en lo que no le incumbe, su intromisión termina por crear más problemas que los que eventualmente puede resolver.
De paso, me sirve para hacer algunos comentarios al respecto, pero antes de empezar, quiero dejar bien claro desde donde parto.
Soy católico apostólico romano, de misa semanal, confesión no tan habitual como debería y de los que hacen la Señal de la Cruz cada vez que pasa frente a una parroquia. Creo en la existencia de un Dios como principio del Universo y creo que las enseñanzas de la Iglesia Católica son verdaderas. No seré ni por mucho un ejemplo de lo que debe ser un buen cristiano católico, pero ahí estoy.
Y por tanto, creo que el matrimonio es una institución sagrada, ordenada al establecimiento de una familia, y que sólo puede ser constituida por un hombre y una mujer que deciden libremente unirse y establecer una vida en común de manera perpetua. Naturalmente, cada religión tiene su propia concepción de lo que es un matrimonio, e incluso los que no sostienen fe religiosa alguna tienen una visión personal del mismo tema.
Partiendo de la base de que la sociedad en la que vivimos incluye a los practicantes y creyentes de varias religiones, y a los que no sostienen ninguna, creo que es claro que no tengo ningún derecho a exigir que los que no constituyen mi grupo religioso adopten sus principios, a menos que ellos por propia voluntad decidan hacerlo, y tampoco tengo derecho a exigir que el Estado intervenga para impulsar mis ideas religiosas, o la falta de ellas si fuera ateo.
De ahí se desprende que la neutralidad religiosa y la separación entre religión/no religión y Estado es el único principio que debe tener una sociedad política en lo referido a asuntos de fe, excepto cuando se trate de evitar la persecución a miembros de una comunidad religiosa o la violencia sectaria. Al Estado no le corresponde en absoluto imponer principios religiosos, sean éstos tomados de una religión existente o establecidos por el propio Estado.
Ya hablamos de la Iglesia y el Estado, ¿y el matrimonio? No soy abogado, pero afirmo esto: en la medida en que es un acuerdo libre y mutuamente consentido para convivir, con mutuas responsabilidades personales, legales y económicas desprendidas del mismo, podemos afirmar que en su constitución, formación y ejecución es un acto completamente privado y exclusivo de las partes.
En suma: casarse es una decisión que se toma entre los dos contrayentes. Punto. Incluso el Catecismo de la Iglesia Católica (para ponerles un ejemplo) lo ilustra claramente: "(l)os esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio." No es el sacerdote quien casa a los novios, son ellos mismos los que se casan. El sacerdote sólo bendice.
Termino la digresión. Volviendo a la cuestión principal, sostengo entonces que la definición de la institución social matrimonial que debe adoptar la sociedad respetando la neutralidad religiosa se compone de dos partes esenciales y una tercera parte opcional:
- Una libre decisión de dos personas adultas de unirse y vivir en común, en los términos que ellas mismas fijan,
- con consecuencias legales y económicas derivadas del contrato celebrado,
- y que puede recibir la bendición de una institución religiosa.
El tercer elemento, como creo que queda claro, es algo que hace a los propios contrayentes en la medida en que suscriban una fe religiosa. Si la tienen y desean casarse según el rito de su fe, es asunto estrictamente de ellos.
Al Estado le queda, en mi opinión, ocuparse única y exclusivamente de las consecuencias legales y económicas de la unión. Es decir, de la propiedad común, de la división de bienes en caso de ruptura del contrato matrimonial, y de la verificación del cumplimiento de las obligaciones libremente consentidas al momento de celebrar el contrato matrimonial.
¿A qué quiero ir con todo esto? A que al Estado no le compete en absoluto definir qué es o qué no es un matrimonio, porque quienes lo celebran y deciden vivir son los que eligen hacerlo bajo la definición de matrimonio con la que más estén ambos de acuerdo. El matrimonio civil, base de todo este maldito problema, es otro ámbito más en el que el Estado decide jugar a ser Dios y a imponer definiciones cuando no tiene por qué hacerlo en absoluto.
En el sistema matrimonial actual, hay que acomodar la unión matrimonial no sólo a lo que acuerdan las partes y a lo que las instituciones religiosas sostengan (si se las decide incorporar al asunto, que es una cuestión de voluntad libre), sino atarse a los dictados de una definición completamente innecesaria tomada por una institución que nada tiene que hacer ahí. Al Estado lo creamos para que sostenga nuestros derechos, no para que haga de Roberto Galán.
Repito: el Estado no tiene por qué sostener una definición de matrimonio siendo que decidir qué clase de vida en común quieren adoptar es una cuestión de exclusiva responsabilidad de los contrayentes. No debería haber más intervención estatal en la cuestión matrimonial que la que se le impone a las sociedades comerciales o de otro tipo para definir qué forma parte de su patrimonio común.
Si yo me caso, será un asunto exclusivo de mi futura esposa y de mí, y de Dios y la Iglesia porque nosotros aceptamos que formen parte del asunto. Yo me casaré de acuerdo al rito católico, las otras confesiones cristianas, los judíos, musulmanes, budistas, zoroastrianos y mormones lo harán según los suyos. Los ateos y agnósticos harán fiestas o lo que mejor les venga en gana cada quien según su propia y aceptada definición de matrimonio.
Y si dos homosexuales quieren ir vestidos los dos con traje blanco de novia y casarse, me importa poco y podría llegar a importarme menos; religiosamente diré que es un asunto que es sólo entre ellos y Dios, socialmente diré que no es asunto mío y que como adultos son libres para hacer lo que les parezca siempre que no jodan a los demás, y políticamente diré que lo único que le tiene que interesar al Estado es que paguen sus impuestos, cumplan las obligaciones legales y económicas que se desprenden de su caracter societario, y no acaben hiriéndose o matándose.
En suma: no creo que el matrimonio civil deba comprender a los homosexuales porque no creo que el matrimonio civil deba siquiera existir. El matrimonio es lo que las dos partes quieren que sea, y lo que las religiones bendicen en todo caso. Nada más.
Para mí no se trata de ampliar el matrimonio a los homosexuales o no. Para mí, la cuestión pasa por expulsar completamente al Estado de un área en la que no tiene nada que hacer, y en la que, como suele pasar cuando el Estado se mete en lo que no le incumbe, su intromisión termina por crear más problemas que los que eventualmente puede resolver.