martes, 29 de noviembre de 2011

Una historia paralela de la Argentina (Parte 8)

Sale en esta oportunidad la octava parte de esta historia alternativa de la Argentina. Esta es la primera parte que va más allá del período cubierto en mi post original del año pasado, con lo que entramos de lleno en la parte "nueva" de la historia, por así decirle.

Esperando que sea de su agrado, los dejo en compañía de ella.

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UNA HISTORIA PARALELA DE LA ARGENTINA (1806-2010)

8. La construcción de la nación (1887-1906)

En su discurso inaugural ante el Parlamento, el flamante primer ministro de Argentina, Thomas Henry Parish, consideró que la principal prioridad de su gobierno debía ser el consolidar la nueva unión política y lograr una progresiva unidad cultural que dotara de estabilidad y perspectivas de futuro a la nueva nación. Como símbolo más visible (y más polémico en el seno de la coalición mayoritariamente angloparlante que lo había impulsado) de esta disposición, Parish nombró a argentinos hispanoparlantes para la tercera parte de las carteras de su gabinete, siendo la más notoria de estas designaciones la de Julio B. Roca como Ministro del Interior.

La política de “construcción de nacionalidad” iniciada por Parish no se limitó exclusivamente a los gestos simbólicos. A través de Roca y de los otros ministros hispanoparlantes, Parish fue capaz de desarrollar una política coherente y abarcadora que tendría como misión superar la perdurable y constante tensión entre las comunidades de habla inglesa y castellana del nuevo país.

Esta política se manifestó principalmente a través de una creciente tolerancia e incorporación de la cultura hispanoparlante en la vida pública argentina y en los esfuerzos del nuevo gobierno de mantener una relación fluida con instituciones culturalmente significativas de la comunidad hispanoparlante, en particular con la Iglesia Católica. Aunque hubo reticencias a ambos lados, los esfuerzos del primer gobierno argentino permitieron que durante los primeros años se pudiera limitar el nacionalismo hispanoparlante y la resistencia angloparlante a sectores más extremos de la sociedad argentina, mientras que las instituciones políticas, culturales y religiosas llevaban a la gran masa moderada de la población hacia una mutua y concertada tolerancia.

Hubo también importantes esfuerzos en otras áreas igualmente críticas. Conscientes de que el caldo de cultivo del nacionalismo se hallaba en las economías relativamente más precarias de las provincias predominantemente hispanoparlantes, los líderes de los primeros gobiernos argentinos adoptaron una política de incentivos al desarrollo económico, principalmente a través de la apertura de nuevas oportunidades comerciales e industriales en provincias como las de Paraná, Paraguay y Río Grande, además de dar un mayor fomento al tendido de redes ferroviarias que facilitaran el movimiento de bienes y servicios y permitieran una mayor vinculación del territorio argentino.

Otro aspecto al que se le dio un gran énfasis fue a la inmigración europea, ya que la administración de Parish estaba convencida de que la recepción de importantes masas de inmigrantes ayudaría a diluir las tradicionales divisiones de la sociedad argentina. Sumado a la definitiva pacificación de los territorios del sur, que permitió ampliar la oferta de tierras y oportunidades, esta política proinmigratoria ayudó a que en la década de 1890 casi tres millones de personas eligieran asentarse en la Argentina.

Si bien había un importante componente de origen británico en esta nueva oleada inmigratoria, también hubo una considerable inmigración de origen italiano, alemán, español y escandinavo, y en menor medida griego, portugués y francés. De esta segunda etapa inmigratoria surgiría un nuevo perfil de la sociedad argentina en el que aunque persistían las divisiones idiomáticas, culturales y religiosas entre angloparlantes e hispanoparlantes, éstas no representarían un escollo insalvable para la estabilidad y progreso del país.

Tras ocho años de gobierno, Parish fue sucedido en 1895 como Primer Ministro por Julio B. Roca, quien se convertiría en el primer gobernante hispanoparlante de aquellas tierras desde la conquista británica. Al frente de una variopinta y por momentos inestable coalición, conformada por los sectores angloparlantes de mayor predominio económico y de las clases medias y altas hispanoparlantes más afines con el sistema vigente, que eventualmente se transformaría en el Partido Nacional, Roca continuó las políticas de su predecesor, aunque le dio a la misma un perfil propio caracterizado por una audacia y astucia que le harían ganar el mote de “el Zorro”.

Su habilidad para manipular y cohesionar tanto a los intereses moderados que lo seguían como a los que se le oponían le permitió a Roca gobernar frente a una oposición disgregada en tres partidos separados y mutuamente excluyentes: el Partido Conservador, rabiosamente anglófilo y circunscrito a los segmentos más recalcitrantes de la población angloparlante; el Partido Cívico, que de la mano de su líder, Bartolomé Mitre, representaba a los ámbitos más reticentes de la comunidad hispanoparlante, y el pequeño pero creciente Partido Laborista, cuyo peso empezaba a hacerse sentir entre las comunidades inmigrantes.

Roca también supo atraer el interés británico a la Argentina de tal modo de darle una mayor relevancia en los asuntos imperiales. Además del tradicional interés que representaba para el Imperio la producción agropecuaria argentina, Roca y sus partidarios en Londres fueron capaces de convencer al gobierno británico, y de manera especial a la Royal Navy, de la importancia estratégica de la Argentina como país desde el que se podía controlar el comercio marítimo entre el Atlántico y el Pacífico.

Fue así que durante el gobierno de Roca habría un fuerte impulso de parte de Londres al desarrollo de una infraestructura militar importante en la Argentina, en especial en lo referido a la construcción de puertos, faros, astilleros y estaciones carboneras a lo largo de las costas argentinas, que además de su relevancia militar ayudarían a potenciar las capacidades económicas y de transporte del país.

Otros planes más ambiciosos, sin embargo, quedaron sin ser completamente llevados a la práctica. Entre las medidas que Roca consideraba vitales para fomentar la cohesión de la nueva nación estaban la enseñanza obligatoria del inglés y del castellano en todas las escuelas públicas y un servicio militar obligatorio y universal a ser cumplido en instituciones militares propias del Gobierno argentino.

La enseñanza bilingüe obligatoria encontró fuertes críticas en ambas cámaras del Parlamento, incluso entre los miembros menos audaces del Partido Nacional, lo que obligó a Roca a “provincializar” la cuestión y dejar que cada provincia a través de sus propias legislaturas decidiera sobre la conveniencia de implementar la enseñanza de los dos idiomas en su territorio. El único premio consuelo que Roca obtuvo fue el reconocimiento del Parlamento de que sí podía instaurarse la educación bilingüe en los territorios nacionales, cosa que fue puesta en práctica casi de inmediato.

En la cuestión militar, en cambio, la mayor resistencia provino de Londres. Durante los primeros años de la existencia de la Argentina como estado unificado, la defensa militar del país estuvo en manos británicas, quedando bajo la autoridad formal del gobierno argentino algunos pocos regimientos de voluntarios locales (la llamada “Milicia”) que servían de refuerzo y reserva para las fuerzas regulares británicas, y un “Servicio Naval” formado por buques livianos y escasamente armados que apenas servía como guardia costera para la poderosa presencia de la Royal Navy en las bases navales de Montevideo, White Bay, Port Stanley y Talcahuano. Incluso la autoridad del gobierno argentino sobre esas escasas fuerzas regía exclusivamente en tiempos de paz, ya que en caso de guerra pasaban a estar automáticamente bajo órdenes imperiales.

Sin poder olvidar todavía la revuelta de Rosas, el gobierno británico temía que la conscripción universal ayudara a capacitar militarmente a los miembros de una insurrección futura y que la organización de fuerzas armadas nacionales sirviera para formar un ejército paralelo y potencialmente hostil. Los repetidos pedidos de Roca a Londres fueron rechazados, debiendo el gobierno argentino conformarse con crear nuevos regimientos de la Milicia y aceptar que al personal del Servicio Naval se le otorgaran comisiones especiales como reservistas de la Royal Navy.

A partir de 1898, Roca y sus socios políticos encontraron a la vez una oportunidad de probar su modesta fuerza militar y un problema de orden doméstico al estallar en Sudáfrica una guerra entre el Imperio Británico y las repúblicas independientes de los afrikaners. Como parte del Imperio, Argentina envió soldados a combatir a Sudáfrica, aunque la oposición de la población hispanoparlante a dicha guerra hizo que el gobierno argentino se limitara a enviar solamente tres batallones de la fuerza regular, argumentando a Londres que era imperioso conservar tropas en el territorio argentino en prevención de cualquier “posible desorden”, lo cual fue aceptado por el gobierno británico.

Esta medida, sumada a ciertas concesiones de orden económico y políticas de emergencia instrumentadas por Roca, logró que el descontento hispanoparlante no se manifestara excepto a través de modestos disturbios en algunas ciudades y permitió que una vez superado el escollo de la guerra sudafricana sin mayores traumas, la Argentina consolidara su evolución política y continuara desarrollándose económica y socialmente. Para cuando Roca dejó el gobierno en 1906, la Argentina podía considerarse como uno de los países más prósperos y pujantes del Imperio Británico.

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La parte nueve, el próximo jueves... hasta entonces.

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sábado, 26 de noviembre de 2011

Un sábado pesimista

Los grandes sueños de los idealistas se desvanecen: las Naciones Unidas se hunden en la irrelevancia e impotencia que supo conseguir, y la Unión Europea se despedaza tras años de aparente éxito en unir un continente con una historia bastante siniestra.

En el "mundo árabe", en el que todavía no termina el ciclo de matanzas que arrancó a comienzos de año, cada vez queda más claro que si hubo una revolución, sus protagonistas no fueron los pertenecientes a la pendejada de Facebook, sino aquellos con ánimos totalitarios que cada día parecen estar más cerca de su triunfo.

Irán, encabezado por un psicópata con delirios místicos, se acerca a la posesión de un arma nuclear a sabiendas de que eso no va a hacer precisamente que mejoren las cosas en ese barrio complicado en el que vive.

China se despereza y se siente con fuerzas para hacer valer su peso en todos lados, sea apretando financieramente a los decadentes europeos, murmurando cosas sobre sus áreas de interés en el Pacífico o armando su propio imperio colonial en África.

A Rusia la gobierna un personaje como Putin que es capaz de decir que la caída de la Unión Soviética fue "la mayor tragedia geopolítica" de las últimas dos décadas o algo así.

Por contraste con las anteriores, las "grandes potencias" (EE.UU., los países europeos, etc.) parecen estar aquejados de una arterioesclerosis cada vez más pronunciada, y agravada por el hecho de tener al frente de ellas a personas verdaderamente incapaces de afrontar las responsabilidades de sus cargos o de salir de sus mundos de fantasía.

Cada vez que la economía levanta la cabeza, una nueva crisis (generalmente nacida de las incompetencias de gobiernos que creen que no existe la escasez y que se pueden hacer almuerzos gratis para todos) la sumerge en un caos del que cada vez le cuesta salir más.

En todos lados hay protestas turbando la paz, y en varias de ellas se puede ver la mano negra de viejos cultores de una desacreditada fantasía totalitaria de izquierda, agitando a preocupados e idiotas útiles por igual para insistir con su sueño de una revolución homicida.

La forma en que un Occidente que se las da de liberado, "open-minded" y racional delira en una fiesta de irracionalidad con supersticiones astrológicas y fantasías ecológicas que bastante tienen de culto, rememorando aquella frase usualmente atribuída a G. K. Chesterton que dice que "Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en cualquier cosa".

La democracia, que prometía una sociedad de igualdad ante la ley en la que la razón y el sentido común gobernaran en lugar del privilegio o la fantasía, terminó degenerando en un acuerdo perverso entre una sociedad demasiado caprichosa como para entender de las razones y sentidos comunes que tornan imposibles sus exigencias y una clase política demasiado cobarde como para decir que no aunque sepan que lo que se les pide es imposible.

Reafirmando aquello de que el camino al infierno está plagado de buenas intenciones, décadas de asistencialismo y de mal llamado "Estado de Bienestar" han desembocado en millones de personas no sólo incapaces de valerse por sí mismas, sino carentes de toda voluntad que no sea para reclamar a un Estado todopoderoso que las mantenga.

Cada día parece más violento que el anterior, cada generación parece más embrutecida que la que la precedió, y lo único que parece reinar es la locura.

Y mientras menos se diga sobre el pacto suicida que parece ser la Argentina, tanto mejor para nuestra salud.

No sé, a mí me da la sensación de que el mundo pareciera estar yéndose al caño últimamente.

Espero que sea sólo un pesimismo ocasional de parte mía.

Turning and turning in the widening gyre
The falcon cannot hear the falconer;
Things fall apart; the centre cannot hold;
Mere anarchy is loosed upon the world,
The blood-dimmed tide is loosed, and everywhere
The ceremony of innocence is drowned;
The best lack all conviction, while the worst
Are full of passionate intensity.

Surely some revelation is at hand;
Surely the Second Coming is at hand.
The Second Coming! Hardly are those words out
When a vast image out of Spiritus Mundi
Troubles my sight: somewhere in sands of the desert
A shape with lion body and the head of a man,
A gaze blank and pitiless as the sun,
Is moving its slow thighs, while all about it
Reel shadows of the indignant desert birds.
The darkness drops again; but now I know
That twenty centuries of stony sleep
Were vexed to nightmare by a rocking cradle,
And what rough beast, its hour come round at last,
Slouches towards Bethlehem to be born?

The Second Coming, de William Butler Yeats.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Una historia paralela de la Argentina (Parte 7)

Con esta entrega, la séptima de esta serie, queda concluida la narración del período que cubriera allá en aquel post original del año pasado. Lo que sigue, por tanto y si se me disculpa la perogrullada, es la continuación de esa historia.

Espero sea de su interés y los dejo en compañía de la mencionada parte.

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UNA HISTORIA PARALELA DE LA ARGENTINA (1806-2010)

7. El camino a la unificación (1870-1887)

De manera inconsciente, las reformas de Mandeville tuvieron un efecto inesperado, ya que combinadas con las tendencias que con mayor o menor éxito tenían lugar en las colonias canadienses y australianas, bien pronto surgió en la Sudamérica Británica un movimiento que pretendía la unión de las colonias y territorios en un único gobierno confederado. Curiosamente, este fue un movimiento que gozó de idénticas muestras de respaldo tanto entre los hispanoparlantes, que vieron en la confederación la posibilidad de hacer valer su peso poblacional y económico, como entre los angloparlantes, que la creyeron una forma eficaz de diluir y compensar las mayorías hispanoparlantes en ciertas colonias como las del Paraná y del Paraguay con las mayorías británicas en otras colonias.

Fue así que durante la década de 1870 tuvieron lugar tres sucesivas conferencias intercoloniales con el fin de lograr la unificación, celebradas en las ciudades de Buenos Aires, Montevideo y Córdoba. Sin embargo, todas estas conferencias fracasaron por diversos motivos, generalmente vinculados con los intereses adversos de muchos dirigentes coloniales que temían que su propio poder se viera disuelto bajo un gobierno confederal, o por las reticencias de las elites coloniales y de los sectores más radicalizados entre los nacionalistas, que tenían distintas razones que los unían en una resistencia minoritaria, pero influyente y difícil de superar, hacia la unificación de la Sudamérica Británica.

A pesar de estos traspiés, representantes de todas las colonias y de los territorios de la Patagonia se reunieron en la ciudad de Rosario para dar inicio el 4 de marzo de 1885 a un nuevo “Congreso Confederal” que tendría como objetivo acordar la creación de un gobierno unido similar al que dieciocho años antes se habían dado las colonias canadienses. Tras largas y arduas semanas de deliberación, el 25 de mayo de ese mismo año el Congreso Confederal concluyó con un acuerdo entre todos los representantes, posteriormente ratificado y refrendado por los gobiernos coloniales, para la constitución de un gobierno que unificara a las colonias y posesiones sudamericanas en una federación.

La respuesta de Londres llegó pocos meses después en la forma de la “South America Constitution Act”, que establecía un Parlamento bicameral conformado por un Senado integrado por delegados designados por las legislaturas de todas las colonias (que pasaban a convertirse en “provincias” de la nueva federación) y territorios, y una Cámara de Representantes cuyos miembros serían elegidos mediante un sistema de circunscripciones uninominales similar al que Gran Bretaña empleaba para elegir a la Cámara de los Comunes. Como titular nominal del poder y representante oficial de la Corona, la nueva ley establecía el cargo de Gobernador General, el cual sería asistido por un Consejo Ejecutivo (posteriormente conocido simplemente como “gabinete”) presidido por un Primer Ministro responsable ante la Cámara de Representantes.

Esta estructura de gobierno se replicaba a nivel provincial, con legislaturas bicamerales que incluían una Asamblea Legislativa elegida por el voto ciudadano y un Consejo Legislativo compuesto por consejeros designados por un Gobernador que, si bien era legalmente la máxima autoridad ejecutiva provincial en nombre de la Corona, en la práctica era una figura ceremonial con escasos poderes. Al igual que en el nivel federal, el verdadero líder político de cada provincia era el Premier, que debía tener el respaldo de una mayoría en la Asamblea Legislativa de acuerdo con los principios del “gobierno responsable”.

Se creó una estructura similar para los territorios, con "Comisionados" en lugar de Gobernadores como representantes de la Corona y del gobierno federal y "Ministros Jefes" en lugar de Premieres como cabezas del gobierno local, aunque con autonomías más acotadas y con mayores facultades para las autoridades ejecutivas coloniales y militares que respondían directamente al gobierno federal. La principal distinción legal existente era que las atribuciones de las provincias eran derivadas de la South America Constitution Act y de las leyes del Parlamento que habían creado las colonias tras la conquista inicial, mientras que en el caso de los territorios sus poderes se originaban en las disposiciones del gobierno central federal.

Además, se creaba una Corte Superior de Justicia y tribunales de apelación y de jurisdicción inicial en el nivel federal de gobierno, se dividieron los poderes y competencias entre el gobierno federal y las autoridades provinciales, y se dieron los primeros pasos para el establecimiento de milicias complementarias de las tropas británicas, que en el futuro constituirían las fuerzas armadas nacionales. Las protecciones a la Iglesia Católica se mantendrían bajo el nuevo sistema, y por primera vez se incluirían provisiones para el uso del castellano en los servicios públicos en el nivel provincial y territorial de gobierno, aunque el inglés seguiría siendo por el momento el único idioma oficial a nivel federal.

Por decisión unánime de los representantes coloniales, las nuevas autoridades tendrían su asiento en la ciudad de Rosario, que sería transferida a la jurisdicción federal como el “Territorio Federal de la Capital”. Una serie de ajustes fronterizos y reorganizaciones daría como resultado la división política de la nueva nación, que estaría conformada por las provincias del Plata, del Uruguay, de la Mesopotamia, del Paraguay, de las Misiones, del Río Grande, del Paraná y de la Araucania, y los territorios de la Capital, de la Patagonia, de Tehuelchia, de Magellania y de las Islas del Atlántico Sur, formado este último por la unión de la colonia de las islas Falkland con Tierra del Fuego y las Georgias del Sur bajo una sola administración.

Si bien la ley se refería al nuevo gobierno como “Dominio de la Sudamérica Británica”, rápidamente se decidió que era necesario un nombre que fuera más distintivo del nuevo territorio y que a la vez fuera más neutral y aceptable para la población hispanoparlante. Uno de los representantes del Paraná, un abogado hispanoparlante llamado Julio Bautista Roca, propuso el término “Dominio de Argentina”, que hacía referencia de manera más genérica a las tierras bañadas por el Río de la Plata y sus afluentes, siendo esta propuesta aceptada por aclamación y convertida en nombre oficial del nuevo territorio por el Congreso Confederal, que por entonces oficiaba como Parlamento interino.

Tras la celebración de las primeras elecciones generales en junio de 1886 y la conformación de ambas Cámaras del Parlamento en diciembre de dicho año, la Constitución entró en pleno vigor el primero de enero de 1887, fecha que pasaría a ser celebrada en el nuevo país como el “Día de la Federación” y que para muchos simbolizaría el momento en que las colonias de la Sudamérica Británica se convirtieron de manera definitiva en una nueva nación, aunque todavía faltaría mucho antes de que surgiera de manera efectiva una identidad nacional común a los residentes de aquellas lejanas colonias.

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La siguiente parte saldrá el próximo martes; hasta la próxima.

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martes, 22 de noviembre de 2011

Una historia paralela de la Argentina (Parte 6)

Acá va la sexta parte de esta historia paralela de la Argentina, con la esperanza de que sea de su agrado.

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UNA HISTORIA PARALELA DE LA ARGENTINA (1806-2010)

6. Pacificación y reorganización (1846-1870)

El efecto de la rebelión de Rosas en la política británica hacia sus colonias sudamericanas fue inmediato y devastador. Aún en medio de la euforia por una victoria que estuvo peligrosamente cerca de ser una derrota catastrófica, las autoridades coloniales empezaron a temer que el futuro próximo fuera testigo de nuevos y quizá más violentos alzamientos de la población colonial. Esta era una preocupación compartida por Londres, a tal punto que el Parlamento despachó una comisión de notables a las colonias de la Sudamérica Británica para que hicieran un extenso estudio de la situación que sirviera para planificar posibles cambios en la forma en que el Imperio manejaba sus posesiones australes.

Dicha comisión, que sería conocida como “Comisión Mandeville” por el nombre de su presidente, John Henry Mandeville, arribó a Buenos Aires el 4 de junio de 1847 e inmediatamente inició una serie de viajes y estudios en todas las colonias de la Sudamérica Británica que se prolongaron durante el resto de dicho año antes de elaborar un informe final al Parlamento sobre el estado de las colonias y las recomendaciones que consideraba apropiadas para prevenir una futura revuelta.

Las páginas del “Reporte Mandeville” informaron al Parlamento que las principales causas del descontento que había alimentado la revuelta de Rosas estaban en la tensión existente entre las comunidades angloparlante e hispanoparlante, contando esta última con el respaldo casi unánime de los inmigrantes de origen irlandés. Dicha tensión tenía, como en el caso de las colonias canadienses, potentes elementos culturales, lingüísticos y religiosos, que el reporte Mandeville consideraba como el caldo de cultivo perfecto para una rebelión contra el dominio británico.

Para paliar esta situación, Mandeville recomendó al gobierno británico que implementara reformas que por un lado permitieran una mayor inmigración británica a los territorios sudamericanos y una progresiva penetración de los valores británicos en la comunidad hispanoparlante, a cambio de aceptar una presencia mayor de los hispanoparlantes en los asuntos públicos y gubernamentales de las colonias como forma de integrarlos al orden existente y lograr una asimilación gradual al estilo de vida imperial, considerada como la única “cura segura” contra una futura insurrección.

El reporte también incluía recomendaciones en el campo religioso; tras reconocer que la presencia y relevancia cultural de la Iglesia Católica estaba demasiado firme y arraigada entre los hispanoparlantes y los irlandeses como para poder desplazarla con facilidad, Mandeville sugirió que se aceptara este hecho como un dato de la realidad y propuso que se le concediera a la Iglesia Católica una condición idéntica a la de la Iglesia de Inglaterra en lo que hacía a los beneficios y privilegios de una religión oficial.

Tras un furibundo debate que tuvo sus momentos más tensos durante la discusión de las recomendaciones religiosas, el Parlamento británico sancionó en 1848 un importante paquete de enmiendas a la British South America Act. Entre estas enmiendas se contaba la reforma de las instituciones parlamentarias coloniales y la apertura de las mismas a “aquellos súbditos de habla española” bajo condiciones concretas pero amplias, el reconocimiento de la Iglesia Católica como una religión con goce de ciertos privilegios “similares a la condición oficial” de la Iglesia de Inglaterra, y la creación del puesto de “Alto Comisionado de Su Majestad para la Sudamérica Británica”, que en la práctica se convertiría en un cargo de jerarquía virreinal colocado por encima de los gobernadores coloniales.

En reconocimiento a sus propuestas, o para alejarlo de los enemigos que las mismas le ganaron en Londres, Mandeville fue designado como el primer Alto Comisionado de las colonias sudamericanas. A su retorno a Buenos Aires, Mandeville trabajó en la implementación de sus propuestas en todas las colonias sudamericanas. Algunas de ellas, sobre todo la oficialización parcial de la Iglesia Católica y la apertura de las legislaturas coloniales a los hispanoparlantes, fueron recibidas con beneplácito por la mayoría de los pobladores, a excepción de algunos conservadores británicos que tenían un recuerdo demasiado vívido de Rosas y sus insurrectos.

Otras medidas de corte económico fueron más resistidas, mientras que un punto que Mandeville no había incluido en sus recomendaciones por temor a tentar su suerte se volvió un elemento fundamental en el descontento hispanoparlante de la segunda mitad del siglo XIX: la oficialización del idioma español.

A pesar de estas muestras de descontento y de la obstrucción que sufría a manos de los gobernadores y administradores coloniales, Mandeville tuvo un considerable éxito en la pacificación de la Sudamérica Británica y en la neutralización rápida del descontento local y de los ocasionales focos de rebelión. Sus políticas tuvieron como efecto la creciente aceptación por parte de la población hispanoparlante hacia el gobierno británico, por más que dicha aceptación fuera a regañadientes y sin el menor esfuerzo por disimular un rencor que el paso del tiempo prometía convertir en una rivalidad tolerable.

Atento a las experiencias que tenían lugar en Canadá, Mandeville comenzó a planear una nueva etapa de reformas tendientes a consagrar mayor autonomía a los gobiernos coloniales y a reducir la medida en que las colonias dependían de las decisiones de Londres, siempre dentro del marco de un imperio global encabezado por la monarquía y gobernado por el Parlamento. El mayor logro obtenido por Mandeville y sus partidarios llegaría en 1858 cuando por otra recomendación suya aceptada por Londres, se les concedió a las colonias del Plata y del Uruguay el derecho a un “gobierno responsable” similar al que ya regía en otras posesiones coloniales británicas.

Bajo el sistema de “gobierno responsable”, las autoridades ejecutivas coloniales (con la notoria excepción de los gobernadores y del propio Alto Comisionado, que continuaban ejerciendo su poder en nombre de la Corona) pasaron a ser responsables por el ejercicio de sus poderes ante las asambleas legislativas locales, en cuyas cámaras se permitió de manera explícita la elección de representantes de los súbditos de cada colonia. Idénticos estatutos fueron aprobados para el resto de las colonias en un período que transcurrió entre 1862 y 1868, consolidando el último gran logro de Mandeville como Alto Comisionado, ya que el mismo buque que en 1858 había traído a Buenos Aires la noticia y el texto completo de la ley de gobiernos responsables trajo además la orden de remoción de su cargo y a su sucesor designado.

Los sucesores de Mandeville en el cargo gozaron de los resultados de sus políticas: unas colonias políticamente pacificadas que encontraban una convivencia cultural tensa e incómoda pero tolerable y relativamente estable y que podían dedicar sus energías a intensificar su desarrollo económico y sus vínculos con la metrópoli. Además, la inmigración británica se intensificó, aunque esta vez la presencia irlandesa estuvo más acotada y pasaron a obtener singular primacía los colonos de origen galés, que se asentaron en el recientemente creado territorio de Tehuelchia.

Las décadas de 1860 y 1870 vieron un desarrollo sorprendente de las colonias sudamericanas, acompañado por una expansión progresiva hacia el sur que reducía la amenaza indígena a una mera molestia mucho más manejable y que incorporaba los vastos recursos australes al dominio británico en una proporción que crecía con cada año que pasaba.

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La próxima parte sale este jueves... por lo que será hasta entonces.

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sábado, 19 de noviembre de 2011

El comienzo y el final

En mis vueltas por las interwebs me encontré con estas caricaturas acerca del origen y del fin del Estado de Bienestar (Aquí las fuentes originales donde las encontré).

Por supuesto, en la versión argentina del último dibujo una de las ruedas de la carreta habría desaparecido y el eje estaría sostenido sobre dos ladrillos, habría una banda de pitecanthropus wachiturrensis apedreando y navajeando a los que tiran de la carrera, el ritmo lo marcaría una banda de émulos del Tula con la batucada y no faltarían los que peguen algún latigazo a los que tiran cuando la carreta deja de moverse, todo mientras los presuntos "líderes" de la carreta están todos adentro de un Mercedes Benz con aire acondicionado y equipo de música proclamando las virtudes de la solidaridad y de la ayuda social a los desamparados.

Sí, estoy un poco cínico hoy. Hasta la próxima

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Una historia paralela de la Argentina (Parte 5)

Y hoy sale la quinta parte nomás...

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UNA HISTORIA PARALELA DE LA ARGENTINA (1806-2010)

5. La Revuelta de Rosas (1845-1846)

En 1845 una nueva insurrección de la población hispanoparlante se convirtió en la más severa amenaza al dominio británico en el Río de la Plata desde la conquista, y desencadenaría un proceso de transformaciones que culminaría con el surgimiento de una nueva nación.

El líder de esta revuelta era Juan Manuel de Rosas, un importante hacendado hispanoparlante nacido en la colonia del Plata que en su niñez había participado de la infructuosa defensa de Buenos Aires contra las tropas de Whitelocke y que en 1819 había estado vinculado, aunque de forma más tenue, con la revuelta de Castelli. Rosas era un nacionalista convencido cuyo ideario consistía de una rara combinación entre el tradicionalismo hispánico y católico, algunos principios de la Ilustración y una filosofía política derivada de la experiencia norteamericana.

El plan que elaboró Rosas requería de una victoria inicial que pudiera servir tanto como prueba de las capacidades de su modesto pero cohesionado grupo de insurrectos, como de señal que pudiera ser empleada para desatar una revuelta en la población hispanoparlante de la Sudamérica Británica. Para ello, Rosas reunió a un grupo de trescientos hombres que el 20 de noviembre de 1845 montó una emboscada en un paraje del río Paraná conocido como “Vuelta de Obligado” contra tres transportes de la Royal Navy británica que llevaban armas para la guarnición en el Paraguay, que por entonces enfrentaba sus propios conatos de insurrección.

El triunfo de Rosas fue aplastante y permitió a Rosas cumplir sus objetivos iniciales. Las armas sustraídas a los británicos sirvieron para equipar a miles y miles de descontentos de las vastas extensiones rurales de las colonias del Paraná, de Mesopotamia y del Paraguay, quienes se alzaron en una insurrección general contra el dominio británico.

Sorprendidos por la repentina revuelta y sin haberse recuperado del todo de la Campaña al Sur, las fuerzas británicas sufrieron una sucesión de rápidas derrotas a manos de los insurrectos de Rosas, culminando en el desastre de San Lorenzo el 27 de enero de 1846. Tras esta batalla, en la que tres batallones británicos fueron virtualmente aniquilados por cuatro mil insurrectos comandados por Justo José de Urquiza, un antiguo coronel del ejército británico que se había sumado a Rosas tras la emboscada de Vuelta de Obligado, cayeron en manos de los rebeldes las importantes ciudades de Rosario y Santa Fe, y con ellas el virtual control sobre el curso bajo del Paraná.

Luego de este formidable triunfo, se presentó una disyuntiva crítica para el futuro de la insurrección. Mientras que Urquiza y los otros líderes insurrectos con experiencia militar proponían consolidar las posiciones conquistadas por los rebeldes y fortalecerse ante un potencial contraataque británico, el ala más “política” de la rebelión, fascinada por la serie de rápidas y aparentemente sencillas victorias contra el opresor colonial, promovía una “marcha” armada contra Buenos Aires para destruir el poderío británico en su fortaleza más visible.

En parte eufórico por una seguidilla de victorias que nunca había imaginado posible, en parte convencido de que una reconquista de la antigua capital virreinal terminaría por desatar una revuelta aún más poderosa y en parte reticente a darles tiempo a los británicos para reorganizarse, Rosas accedió a emprender una expedición contra Buenos Aires, nombrando al frente de la misma al propio Urquiza a pesar de sus dudas sobre la conveniencia del ataque.

Las esperanzas de Rosas, sin embargo, chocaron con la realidad. Las tropas que los insurrectos habían aplastado durante los primeros meses eran unidades de segunda línea que no habían sido movilizadas en la Campaña al Sur, pero cerca de Buenos Aires estaban acantonados los regimientos y batallones que sí habían sido enviados contra los indígenas y que contaban con mucha más experiencia y recursos, a pesar de no haberse recuperado completamente de la última campaña.

El encuentro entre las columnas de Urquiza y las fuerzas de Sir George Anson tuvo lugar en el paraje de Caseros el 3 de abril de 1846, y resultó en una fuerte derrota para los rebeldes en la que perdieron buena parte de sus hombres más experimentados y de su armamento moderno. Si bien Urquiza pudo retirar del campo de batalla a una gran cantidad de sus hombres, para todos los propósitos prácticos Caseros fue la batalla decisiva del conflicto.

Los insurrectos de Rosas continuaron representando una amenaza convencional para los británicos hasta mediados del año, cuando una serie de escaramuzas y combates con las fuerzas británicas terminaron por quebrar a los rebeldes como un ejército organizado. Desde entonces, la campaña insurreccionista se transformó en una guerra de guerrillas que continuó plagando la Colonia del Paraná durante el resto de 1846 sin poder impedir que los británicos recapturaran Rosario y Santa Fe, y que sólo culminó el 30 de diciembre de 1846 cuando Rosas y sus últimos seguidores fueron derrotados en el poblado de Warringham, muy cerca de la ciudad de Córdoba.

Con la insurrección aplastada de manera categórica, los británicos se dispusieron a restaurar su dominio sobre las colonias sudamericanas. Urquiza y los otros oficiales que se habían plegado a la revuelta fueron juzgados por traición y fusilados, mientras que una condena similar contra Rosas fue conmutada luego por una pena de prisión en la colonia penal de las islas Falkland, de la que sería liberado en 1862 para que pudiera volver a vivir en paz en su estancia platense. Desde entonces, Rosas se convirtió en un héroe y una figura icónica del nacionalismo hispanoparlante, y en una de las figuras más controvertidas del siglo XIX en un país que había lanzado un llamado de atención que las autoridades británicas ya no pudieron ignorar más.

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Hasta la próxima.

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lunes, 14 de noviembre de 2011

Una historia paralela de la Argentina (Parte 4)

En esta entrega va la cuarta parte de mi proyecto de una historia alternativa de la Argentina que tenga como punto de partida una hipotética victoria británica en la invasión de 1807, cubriendo en esta oportunidad el tramo que va desde 1838 hasta 1845.

Esperando que sea de su interés, finalizo con esta introducción.

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UNA HISTORIA PARALELA DE LA ARGENTINA (1806-2010)

4. Consolidación y conflicto (1838-1845)

Definidas las fronteras tras la Segunda Guerra del Plata y definitivamente conjurada la amenaza de una reconquista española tras el colapso de su propio imperio colonial, los británicos pasaron a ocuparse de desarrollar y afianzar la situación de sus colonias sudamericanas, que ya incluían en 1838 a unos dos millones de habitantes.

El primer paso consistió de una profunda reforma política y administrativa en la Sudamérica Británica, un territorio que se había vuelto demasiado vasto y complejo como para poder ser gobernado de manera eficaz únicamente desde Buenos Aires. Fue así que, luego de un pedido del propio gobernador Duff, el Parlamento británico sancionó en 1838 la “British South America Act”, una ley que reorganizaba al territorio controlado por Londres en seis colonias separadas: la Colonia del Plata con capital en Buenos Aires, la Colonia del Uruguay con capital en Montevideo, la Colonia de la Mesopotamia con capital en Corrientes, la Colonia del Paraguay con capital en Asunción, la Colonia del Paraná con capital en Córdoba, y la Colonia de la Araucania con capital en Talcahuano.

Cada una de estas colonias separadas contaría con su propia legislatura local y estaría bajo la autoridad de su propio gobernador, aunque el control general sobre las fuerzas militares en todas las colonias estaría en manos de un comandante en jefe con sede en Buenos Aires. Si bien esta ley permitiría que las regiones del dominio colonial se desarrollaran de manera más rápida bajo sus propias instituciones, la primacía de Buenos Aires y de la Colonia del Plata persistiría, aunque de manera más acotada.

Un segundo cambio estaría vinculado con el desarrollo general de la economía y la infraestructura de las colonias. Aún antes de la Segunda Guerra del Plata las posesiones de la Sudamérica Británica se perfilaban como proveedoras de alimentos y otros productos de origen agropecuario que el imperio británico necesitaba cada vez más en su constante expansión. Durante la posguerra se dio un fuerte impulso al campo, a través de nuevas leyes y medidas que facilitaron el acceso a la tierra y la inversión en el desarrollo rural, lo que se tradujo en cosechas crecientes y en una diversificación importante de las actividades agropecuarias.

Asimismo, la reciente invención del ferrocarril encontró en Sudamérica un terreno propicio para su desarrollo, habida cuenta de la necesidad imperiosa de trasladar la producción del interior al puerto de Buenos Aires y, a su vez, facilitar la colonización y la expansión británica en todo el territorio colonial. Bien pronto la Sudamérica Británica pudo ostentar una de las redes ferroviarias más importantes de todo el Imperio, con líneas que se expandieron inicialmente de manera radial desde Buenos Aires y luego de manera más diversa.

Producto de la incorporación de los territorios conquistados, los británicos procuraron impulsar la inmigración a la Sudamérica Británica para compensar la gran cantidad de hispanoparlantes absorbidos tras la guerra. Fue así que durante la década posterior a la Segunda Guerra del Plata existió un importante fomento a los migrantes de las islas Británicas para que se establecieran en las colonias sudamericanas. Si bien no fueron pocos los escoceses, ingleses y galeses que escogieron iniciar nuevas vidas en Sudamérica, todos ellos fueron superados por otra nación británica que abrazó la oportunidad con singular entusiasmo.

Fueron los irlandeses los que mejor respondieron a la oferta, en parte por la importante presencia católica y por la amplia y generosa oferta de tierras cultivables (aunque una gran cantidad de las mejores tierras hubiera sido previamente asignada a los terratenientes ingleses) en las colonias. Según estimaciones de la época, casi el sesenta por ciento del millón de inmigrantes que se asentó en la Sudamérica Británica entre 1838 y 1845 era de origen irlandés, dándole así a la “Primera Inmigración” un indiscutible tinte irlandés que persiste desde entonces.

De manera curiosa, hubo una considerable mezcla cultural, étnica y religiosa entre las comunidades irlandesa y de origen español que llevó al hecho curioso de que muchos de los inmigrantes irlandeses fueran adoptando progresivamente el castellano como su idioma, un hecho que no pocos atribuyen al resentimiento y la hostilidad que irlandeses e hispanoparlantes compartían hacia los ingleses.

Bajo la forma que fuere, esta combinación de impulso a la producción rural, de desarrollo ferroviario y de inmigración intensiva ayudó a que en pocos años las colonias de la Sudamérica Británica adquirieran una bien merecida reputación como el “Granero del Imperio Británico”.

La primera prueba que enfrentaría la Sudamérica Británica tras su consolidación y reorganización tendría lugar en 1841. El vecino Imperio del Brasil, surgido a partir de las colonias portuguesas de Sudamérica, había mantenido con el Reino Unido una relación cercana y positiva a pesar de haberse apoderado los británicos en su invasión inicial de la antigua Banda Oriental, un territorio históricamente disputado entre Portugal y España, y de existir discrepancias en la delimitación fronteriza entre las posesiones de ambas potencias. Esta relación de “buena vecindad” se mantuvo aún durante la Segunda Guerra del Plata, en la que los brasileños se mantuvieron conspicuamente neutrales, aunque la percepción en la corte brasileña demostró estar terriblemente equivocada.

Convencidos de que los británicos aceptarían las reclamaciones de Río de Janeiro como contrapartida de su neutralidad durante la guerra, los brasileños comenzaron a moverse para establecer una presencia en los terrenos en disputa. La reacción británica no se hizo esperar: tres poderosas columnas armadas partieron desde las colonias del Paraguay, del Uruguay y de la Mesopotamia para enfrentar a los brasileños en lo que la Historia conocería como la “Tercera Guerra del Plata”.

Esta guerra fue un conflicto breve y contundente de apenas cinco meses de duración, en los que los británicos derrotaron a las fuerzas brasileñas en media docena de enfrentamientos terrestres en la zona en disputa. A los reveses en tierra debieron sumarles los brasileños una fuerte derrota de su armada a manos de la Royal Navy frente a las costas de Río de Janeiro, lo que convenció al emperador brasileño Pedro II a consentir en el Tratado de Montevideo que los territorios en disputa pasaran a la jurisdicción británica.

De estas conquistas surgirían dos nuevas posesiones que se convertirían en colonias de pleno derecho: la Colonia de Río Grande, con capital en Santa Ana, y la Colonia de las Misiones con capital en la recientemente fundada ciudad de Iguassu.

Los británicos debieron hacer frente a otra amenaza, esta vez en su frontera sur. Durante siglos, los pueblos indígenas del extremo sur del continente se enfrentaron con los españoles en una larga guerra sin vencedores reales, en la que ni los colonizadores pudieron conjurar definitivamente la amenaza indígena, ni los nativos fueron capaces de perturbar el dominio español más allá de constantes y ocasionalmente devastadoras incursiones y correrías a lo largo de la frontera sur.

Estas campañas se intensificaron en los años posteriores a la Segunda Guerra del Plata y adquirieron proporciones considerables tras la guerra anglobrasileña, siendo el punto álgido de “las correrías” una incursión que cuatro mil indígenas lanzaron en marzo de 1843 y que llegó a cincuenta kilómetros de Buenos Aires antes de ser detenida por las guarniciones locales.

Con plena autoridad para poner fin a las correrías, el general británico Sir George Anson organizó una poderosa expedición a la frontera sur entre 1843 y 1844, compuesta por casi siete mil efectivos militares.

Durante esta campaña, que hizo uso combinado de infantería, artillería y caballería a lo largo de un extenso y despoblado campo de batalla, las fuerzas de Anson pudieron empujar a los indígenas al sur del Río Negro y establecer una presencia armada incluso más allá de dicho curso de agua, que facilitaría la posterior expansión británica en la Patagonia y la Araucanía durante las décadas de 1850, 1860 y 1870.

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El jueves la seguimos...

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sábado, 12 de noviembre de 2011

Por qué soy un liberal

Si tuviera que clasificar mi ideología en una sola palabra, diría que la que más se ajusta es "liberal". Y tendría reservas en usar esa palabra, porque por el otro lado soy bastante conservador, sobre todo en materia social, principalmente porque creo que no hace falta arreglar algo que no está roto y que si las cosas funcionaron hasta la llegada de los aprendices de brujo con ínfulas de ingenieros sociales, por algo será.

También hay algunas otras cosas en mi marote, como mi noción de que el voto calificado no es tan mala idea después de todo, y otras nociones políticamente incorrectas que no sé si encajarían en las nociones de "liberal" o "conservador". Algún cachito de lo poco que leí de Ayn Rand por ahí, un poco más de Maquiavelo por allá, y llegamos al revuelto gramajo ideológico que anida en mi cabeza.

Pero en fin, basta de eso. La idea de este post es hablar un poco de por qué me identifico más con el liberalismo. Y la respuesta es simple: porque funciona.

No es una proclama de superioridad ideológica como las de los bolches que tienen la idea de que el comunismo es alguna clase de conocimiento científico y que su triunfo es "inevitable". Cuando digo que el liberalismo funciona es, sobre todo, porque termina funcionando a pesar de todos los intentos que se hicieron para negarlo.

El liberalismo tal como lo entiendo concibe a las personas como agentes libres capaces de decidir por sí mismos, de obrar en consecuencia con los medios a su alcance y de aceptar los resultados de sus decisiones y acciones. El liberalismo tal como lo entiendo concibe a las sociedades como la suma de las interacciones que se producen entre los individuos conforme éstos buscan llevar a la práctica sus fines individuales; una suma de interacciones tan grande, tan vasta y tan compleja que excede cualquier posibilidad real de conocerla en su totalidad, ni hablar de controlarla o dirigirla.

El liberalismo tal como lo entiendo ve a los Estados como organizaciones hechas para la protección de los derechos y el resguardo de la libertad frente a quienes los amenacen, ya sean individuos, grupos u otros Estados. El liberalismo tal como lo entiendo cree que no hay mejor solución para un problema que la que puede surgir de quienes están más cerca de él si es que se les permite acceder a los recursos necesarios para atenderlo, y que no existe peor forma de empeorar las cosas que hacerlas depender de alguien que está tan lejos que ni puede verlo ni le importa ni le afecta personalmente.

Por sobre todas las cosas, el liberalismo tal como lo entiendo sabe que existe una realidad, que la misma se impone tarde o temprano, que el voluntarismo es impotente contra ella en cualquier circunstancia, y que es ineludible por más alquimias que se hagan para evadir sus resultados.

Quien vive más allá de sus posibilidades, sin importar qué tan mago sea con el dinero, eventualmente tiene que hacerse cargo de lo que deja, especialmente cuando el socialismo empieza a funcionar mal, como suele ocurrir cuando, al decir de Margaret Thatcher, "se le acaba el dinero de los demás".

Quien pone controles irracionales, sólo incentiva los esfuerzos de quienes intentan escapar de ellos, o como diría la princesa Leia en la película original de Star Wars: "The more you tighten your grip, Tarkin, the more star systems will slip through your fingers".

Y a todo esto, ¿por qué digo que funciona? Porque nos basta ver cómo todos los esfuerzos por negar la realidad, hechos por gente de pelajes que van desde el comunismo puro y duro hasta el progretudismo a la europea, y pasando por el fascismo fatto in casa que es el peronismo, terminan estrellándose contra la naturaleza humana más básica, aquella que busca sus propios fines y que, por más que lo niegue, en el fondo sólo pide que la dejen en paz.

De vez en cuando y sin que se note, la Cuba raúlcastrista tira al tacho alguno de esos principios que tanto humedecen las canaletas de los progres del mundo, porque se está dando cuenta de a poquito que el paraíso socialista en cuya construcción desperdiciaron 52 años terminó siendo un miserable prostíbulo al aire libre, sólo que con fotos del Che en lugar de casinos de Batista, en el que las únicas industrias exitosas son la apertura de gambas de las jineteras y la construcción de balsas.

La Unión Europea, paraíso progre si los hay, está desmoronándose después de décadas de proclamar que sí había tal cosa como un almuerzo gratis y de que un país sí podía vivir indefinidamente a base de la productividad de otro; ahora ni todas sus regulaciones ni todo su poderío pueden evitar un desastre económico, político y hasta demográfico, ni pueden lograr que una población demasiado acostumbrada a vivir de arriba vuelva a la cordura.

Ni qué hablar del comunismo viejo al estilo soviético, que no pudo ni siquiera amurallar una ciudad para evitar que sus propios ciudadanos trataran de escapar hacia donde querían vivir. Y se escucha el eco de las palabras de la princesa Leia.

O miremos lo que pasa acá en Argenta, tierra de voluntarismo y de pasión estatista si las hay, donde cada nueva medida que anuncian para controlar la huída del dólar sólo termina potenciándola, donde cada decisión arbitraria sólo provoca nuevos intentos de la población de escapar de su alcance, donde cada nueva regulación hecha a medida de los obesindicalistas hace crecer el empleo en negro y donde cada nuevo control que se impone en cualquier ámbito termina beneficiando únicamente al mercado negro. Y así va a ser hasta que se les meta de una puta vez en la cabeza que el mercado no es un montón de ejecutivos conspiradores, sino que somos todos nosotros en nuestro día a día... y que nunca van a tener ni la suficiente gente para estar vigilando en todos lados ni la suficiente capacidad de recolectar información como para saber todo lo que pasa.

Y estamos hablando de un gobierno que se las da de haber logrado el porcentaje más alto de votos en una elección presidencial desde 1983, no del impotente de De la Rúa. He ahí el poder político, completamente inútil sin el consentimiento de los gobernados.

Todo esto es lo que me lleva al liberalismo. Pongan un control nuevo, más gente tratará de eludirlo. Regulen más el mercado, más gente se irá al mercado negro. Nieguen la realidad, más sopapos terminará por darles tarde o temprano. Insistan en que no hace falta trabajar para vivir, y tarde o temprano el que trabaja para que ustedes vivan se cansará de pagar la fiesta. Sigan buscando la eficiencia del control estatal y sólo terminarán en la locura de un anarcodirigismo que no lo puede saber todo, no lo puede controlar todo y no puede decidir nada de forma efectiva. Impongan las reglas que quieran para pagar el capricho bienpensante que se les ocurra y nadie querrá hacer negocios con ustedes. El altruísmo bien entendido es una virtud excepcional, no una cualidad común a todos los seres humanos y menos que menos algo que pueda imponerse.

Y esto ha sido así siempre, durante toda la historia, en todos los países y hablado en todas las lenguas. Siempre la voluntad termina chocando contra la realidad, y cuando la voluntad triunfa es porque en el fondo expresa una realidad. Siempre.

No hay ley, decreto o mayoría parlamentaria que pueda abolir la ley de oferta y demanda, la naturaleza humana o el simple deseo de tener lo que es mío y que me dejen en paz.

Nunca otro que está más lejos va a saber mejor que yo qué es lo que necesito y cómo puedo resolver mis problemas.

Nunca las cosas van a dejar de valer lo que valen de verdad para valer el precio arbitrario que fije un burócrata que no tiene la menor idea de lo que cuesta producirlas.

Nunca las fronteras van a estar del todo bloqueadas a las importaciones.

Nunca van a faltar dólares en las cuevas.

Nunca va a existir un gobierno que sobreviva una vez que pierde el consenso de los gobernados, a menos que apele a las armas y prefiera gobernar sobre los cementerios.

Nunca.

La realidad se impone. La naturaleza humana sigue existiendo. El liberalismo funciona. Sobre todo porque funciona a pesar de los esfuerzos más delirantes de quienes niegan la realidad. Porque intentar derrotar a la realidad es una empresa tan inútil que cualquier esfuerzo hecho en tal sentido está desperdiciado desde el vamos. Porque el ser humano va a seguir siendo lo que es por más raza superior o nuevo hombre soviético que se quiera construir siguiendo dictados ideológicos. Y porque insistir una y otra vez con lo mismo y esperar resultados distintos, porque "esta vez seguro que sale bien" como dicen los amigos de El Opinador Compulsivo, es la definición de "locura".

Y por eso soy liberal.

Hasta la próxima.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Una historia paralela de la Argentina (Parte 3)

Acá les dejo la tercera entrega de mi intento de hacer una historia alternativa de la Argentina a partir de una hipotética victoria británica en la invasión de 1807.

Esperando que sea de su interés, finalizo con esta introducción.

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UNA HISTORIA PARALELA DE LA ARGENTINA (1806-2010)

3. Expansión (1820-1835)

La tensa coexistencia entre las posesiones británicas y españolas en Sudamérica comenzó a resquebrajarse a finales de la década de 1820, cuando en diversas regiones del imperio español estalló una nueva ola de levantamientos independentistas similar a la que había sido aplastada en la década anterior. A diferencia del pasado estallido independentista, los nuevos líderes rebeldes pudieron capitalizar el descontento remanente de la década anterior, junto con el resentimiento provocado por diez años de paranoia y virtual ocupación militar por parte del gobierno imperial español hacia sus súbditos americanos.

Entre 1822 y 1826 los levantamientos independentistas provocaron en rápida sucesión la caída de las autoridades españolas en los virreinatos de Nueva España y Nueva Granada y en la Capitanía General de Venezuela, lo que resultó en el surgimiento de las naciones independientes de México, los Estados Unidos Centroamericanos, Colombia y Venezuela. Otras posesiones españolas, como el Virreinato del Perú, Cuba y Puerto Rico, pudieron resistir sus estallidos y conservarse bajo el dominio de Madrid por algunos años más.


La Capitanía General
de los Andes fue una de las que fue capaz de suprimir sus rebeliones, que ocurrieron entre 1825 y 1827, en parte gracias a la considerable presencia militar apostada para enfrentar cualquier posible amenaza de los británicos de las colonias del Plata. Sin embargo, la combinación de la presión militar española, una economía cada vez más desgastada, un creciente descontento y una sutil acción británica sobre los sectores más enfervorizados de la población local configuraron un caldo de cultivo que desembocó en 1831 con una fulminante revuelta encabezada por un poderoso hacendado y ex militar llamado Facundo Quiroga.

La rebelión de Quiroga tuvo un éxito arrollador en los distritos rurales de la capitanía, aunque fracasó en hacerse fuerte en las principales ciudades gracias a la gran presencia militar española. Si bien los españoles contaban con tropas mejor entrenadas y armadas, el número de las mismas no era suficiente como para poder aplastar a las grandes cantidades de insurrectos movilizados por Quiroga. Otros líderes locales en distintas regiones de la capitanía siguieron el ejemplo de Quiroga y se alzaron en una insurrección contra los españoles, desatando así una verdadera guerra civil entre realistas e independentistas que arrojó a toda la capitanía a un caos sin final aparente.


Desde su cuartel general en Buenos Aires, el gobernador británico de la Colonia del Plata, Sir Alexander Duff, prestó especial atención al caos que había sobrevenido a su hostil vecino español y no tardó en hacer planificaciones de contingencia con los comandantes militares asignados a la Colonia. En opinión de Duff, los realistas eventualmente acabarían por ser derrotados en la guerra civil sin importar su poderío militar o su disponibilidad de recursos; sería la victoria de un movimiento hispanoparlante y nativista sobre un imperio colonial, llevaría a Quiroga y sus compañeros revolucionarios al poder y terminaría por crear un estado de habla castellana violentamente nacionalista al otro lado de las fronteras coloniales.


Convencido de que dejar que la Capitanía General de los Andes colapsara únicamente a manos de Quiroga era comprometer la seguridad británica a largo plazo, Duff y sus comandantes militares consideraron que aunque una intervención militar directa de las fuerzas británicas aceleraría el derrumbe del poderío español, ésta se produciría antes de que los rebeldes estuvieran en condiciones de hacerse con el control de todo el territorio. De esta manera, Duff esperaba estar en condiciones de impedir la constitución de un estado nacionalista o, en el peor de los casos, ganar influencia sobre el desenlace de la guerra civil y asegurarse de que le tomara un tiempo considerable a cualquier futuro gobierno para organizarse.


El 20 de enero de 1832, tres columnas británicas cruzaron la frontera de la Colonia del Plata y penetraron el territorio de la Capitanía General de los Andes en dirección a las ciudades de Córdoba, Asunción y Mendoza. Este ataque tomó por sorpresa a los españoles, quienes habían sido forzados a desguarnecer peligrosamente su frontera con el Plata para ocuparse de los insurrectos de Quiroga en el resto del territorio andino, y en cuestión de pocos meses debieron ceder una considerable extensión de territorio a manos de los británicos, mientras que los pocos rebeldes que habían sobrevivido en la región fueron erradicados definitivamente.


La llegada de la noticia a Europa provocó un aumento de tensiones entre Londres y Madrid, que sin embargo no resultó en una guerra abierta entre ambos países habida cuenta de la imposibilidad general de España de enfrentar al poderío naval británico, lo que a su vez impidió al imperio español enviar refuerzos a sus asediadas colonias americanas. La guerra fue, por tanto, un asunto acotado a las fuerzas británicas y españolas en sus respectivos dominios sudamericanos.


El período entre el primero y el 21 de mayo de 1832 fue considerado como el momento más negro para los españoles de la Capitanía General, ya que la primera fecha marcó la caída de Córdoba y la última la capitulación de Asunción ante los británicos. En cambio, el avance británico sobre Mendoza debió detenerse a causa de la escasez de suministros, la hostilidad del terreno y la feroz resistencia de las tropas españolas en las cercanías de la ciudad.


Obligados a abandonar el objetivo de capturar Mendoza, Duff y sus comandantes militares se limitaron a conservar el frente y a reasignar una significativa cantidad de tropas de la tercera columna para respaldar el avance en el frente cordobés, que tras una sorprendente seguidilla de triunfos había acabado por estancarse cerca de San Miguel de Tucumán.


La guerra entró así en un estancamiento generalizado en el que ni los británicos pudieron avanzar sobre las posesiones españolas ni los españoles expulsar a los invasores sin desguarnecerse ante los renovados ataques de Quiroga y de los otros rebeldes en el territorio de la Capitanía. Atrapados entre dos frentes, los españoles sólo podían esperar un constante y certero desgaste, por lo que sus dirigentes se vieron obligados a solicitar a Duff una reunión para concertar un armisticio.


El encuentro entre los delegados españoles y británicos tuvo lugar en la ciudad española de Salta a partir del 22 de agosto de 1833, lo que dio inicio a unas largas y tensas negociaciones que concluyeron con la firma de un tratado formal de paz que, al reconocer legalmente el dominio de hecho del imperio británico sobre las zonas de las intendencias de Córdoba y del Paraguay que controlaban, puso fin oficialmente a la Segunda Guerra del Plata el 19 de septiembre de 1833.


Debilitado tras la inesperada guerra contra los británicos y desacreditado a ojos de la población por haberse visto forzado a ceder el control de Córdoba y del Paraguay, el gobierno español de la Capitanía General de los Andes terminó por derrumbarse en diciembre de 1833.


La oportuna intervención británica ayudó a evitar que los distintos grupos rebeldes se consolidaran lo suficiente como para apoderarse de todo el territorio de la antigua capitanía. La tenue unidad que Quiroga y los otros dirigentes habían trabajado se quebró poco después del derrumbe español y a la guerra contra los españoles le siguió un período de confusas luchas y movimientos entre los distintos grupos y regiones.


De este período de desorden emergerían tres nuevos Estados en donde antes se erigió la Capitanía General de los Andes. El primero de ellos fue la República de Chile, constituida formalmente el 27 de enero de 1834 en Santiago de Chile por el propio Quiroga y que estaría formado por el territorio de la vieja capitanía chilena, la región de Cuyo, parte de la gobernación de Salta del Tucumán y lo poco de Córdoba que había quedado en manos españolas.


Le seguiría luego la República de Atacama, proclamada el 13 de mayo de 1835 en la ciudad de Salta y que luego de un breve período de luchas afianzaría su dominio sobre el resto de Salta del Tucumán, Charcas, Potosí y Chiquitos. El último Estado en erigirse sobre los restos de la Capitanía de los Andes sería la República de Mirandia, llamada así en honor al precursor revolucionario Francisco de Miranda, y que uniría a La Paz, Cochabamba y Moxos con Arequipa y Puno, dos antiguas intendencias peruanas escindidas durante la caída del Virreinato del Perú.


Para disuadir a los nuevos gobiernos de emprender acciones hostiles contra los intereses británicos, el gobernador Duff ordenó la movilización de tropas a la frontera de posguerra, un hecho que desataría un período de tensión entre la Colonia del Plata y las tres repúblicas que se prolongaría por algunos años más. Sólo en 1838 se alcanzaría una paz medianamente estable entre los dominios británicos y las tres repúblicas, cuando el plenipotenciario británico Sir Woodbine Parish firmó con sus respectivos jefes de Estado un tratado definitivo de paz y mutuo reconocimiento oficial y limítrofe.


La Segunda Guerra
del Plata acabó así con el final definitivo de cualquier amenaza española sobre las colonias británicas del Plata, que en el proceso habían ampliado su territorio, asegurado sus fronteras e incrementado el poderío imperial de Londres en Sudamérica.

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Continúa el próximo martes...

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martes, 8 de noviembre de 2011

Una historia paralela de la Argentina (Partes 1 y 2)

Tal como lo anuncié el sábado pasado, a partir de hoy voy a ir publicando las distintas partes de una historia alternativa de la Argentina que parte de una victoria británica en la invasión de 1807 y que llega hasta 2010.

El origen de esta historia alternativa se remonta a un post que hice el año pasado, y si bien en líneas generales se repite, esta versión está expandida y presenta algún que otro cambio respecto de lo que posteé anteriormente. De cualquier manera, mi rigor historiográfico es el que corresponde a un lego en la práctica académica de la historia, valga la aclaración.

La inspiración original de toda esta locura la tomé después de cruzarme con el sitio http://www.britishargentina.com/, cuyo autor detalla un escenario similar pero entrando con muchos más detalles en cuestiones de orden cultural, económico y regional, mientras que lo mío se limita (por el momento) a una crónica pseudohistórica. Si les interesan estas cuestiones y no se espantaron por mi incursión en este género como para ver otra perspectiva, dénse una vuelta por allá.

Vuelvo a hacer una aclaración que hice cuando posteé el original: Lo que sigue es un ejercicio intelectual y de imaginación; lo único que podemos saber en este ejercicio contrafáctico es que las cosas hubieran sido distintas, nada más. No sabemos si para bien o para mal en general, aunque podemos imaginar que algunas cosas habrían acabado mejor mientras que compraríamos otros tantos problemas que ahora no tenemos, pero en líneas generales quiero decir que lo único que se puede asegurar es que el resultado hubiera sido muy distinto, y es eso lo que quiero tratar de imaginar con este pequeño ejercicio.

Bueno, sin más preámbulos y esperando que sea de su interés y agrado, acá van las dos primeras partes de esta historia paralela de la Argentina.

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UNA HISTORIA PARALELA DE LA ARGENTINA (1806-2010)

1. La invasión fallida (1806)

Hacia comienzos del siglo XIX, la ciudad de Buenos Aires era la capital del Virreinato del Río de la Plata, una de las grandes jurisdicciones en las que el imperio español había dividido sus posesiones en las Américas. Extendiéndose formalmente desde el Lago Titicaca hasta el cabo de Hornos, y desde las costas chilenas del Pacífico hasta la desembocadura del Río de la Plata en el Atlántico, el Virreinato del Río de la Plata era la última y más remota frontera del imperio español.

En los territorios sometidos a la autoridad de los virreyes de Buenos Aires estaban las ricas minas de Potosí, centros de cultura como Córdoba y Chuquisaca, las pujantes ciudades que se levantaban al pie de los Andes en Cuyo, y también los puertos pequeños pero activos de Buenos Aires y Montevideo. Su población era escasa y estaba concentrada en unas pocas ciudades de mediana y pequeña magnitud, mientras el vasto campo servía para la cría de ganado y para una modesta agricultura.

Sin embargo, el Río de la Plata y sus dependencias palidecían ante el desarrollo y el poderío de las ricas colonias españolas del Perú y de México, y por muchos años no fue sino una vasta frontera agreste, hogar de contrabandistas y cuartel para guarniciones precavidas ante las ambiciones portuguesas sobre la Banda Oriental del río Uruguay.

Aunque Madrid no prestara mayores atenciones a lo que podía hacerse con el Río de la Plata más allá de la minería y algunas otras actividades económicas, en Londres se prestaba una creciente atención a las posibilidades económicas que ofrecía el territorio del cuarto virreinato español en las Américas.

A partir de los datos recabados por comerciantes, científicos y diplomáticos, el gobierno británico de la época comenzó a convencerse de que el Río de la Plata tenía potencial para convertirse en un verdadero granero capaz de abastecer al creciente imperio colonial gobernado desde Londres.

Las exigencias de las Guerras Napoleónicas y el hecho de que España estuviera aliada a Francia a comienzos de siglo convencieron a los mandos militares y navales británicos de la conveniencia de actuar de una vez por todas contra las posesiones españolas en América Latina. Para ello, se incrementaron los contactos con los modestos pero movilizados grupos americanos que proponían separar a las colonias de la metrópoli y se les brindó apoyo para que pusieran en marcha sus proyectos independentistas.

Pero también se planificó la expansión militar y se puso en marcha la maquinaria de guerra. Entre los puntos estratégicos que Londres consideraba que debían ser conquistados estaban los puertos de Buenos Aires, sobre el Atlántico, y Valparaíso en el Pacífico, cuya posesión le permitiría a los británicos avanzar sobre el resto del Virreinato del Río de la Plata y consolidar el dominio sobre el único pasaje marítimo conocido entonces entre los océanos Atlántico y Pacífico: el pasaje de Drake.

En 1806 se puso en marcha el plan de conquista. Una expedición de 1.300 hombres comandados por el brigadier William Carr Beresford y transportados en buques de la Royal Navy comandados por el comodoro Home Riggs Popham partió de Ciudad del Cabo, previamente arrebatada a los holandeses, para tomar Buenos Aires en un audaz golpe de mano. Sería la primera fase del plan diseñado para someter al Virreinato a la autoridad de Londres, y las siguientes etapas ya estaban en marcha con el alistamiento de refuerzos para las tropas de Beresford y otra expedición que debía conquistar Valparaíso.

Aunque estaba prevenido de la inminencia de un ataque británico, el virrey español del Río de la Plata, Rafael de Sobremonte, consideraba más probable que el ataque se produjera contra el puerto de Montevideo, por lo que apostó a la mayoría de las escasas tropas disponibles para defender dicha ciudad, dejando a la capital del Virreinato peligrosamente desguarnecida y sin más custodia que unas pocas unidades regulares y de milicianos.

En un golpe de mano audaz, Popham y Beresford ignoraron Montevideo y desembarcaron en la margen izquierda del Plata el 25 de junio de 1806, luego de lo cual lanzaron su ataque directamente sobre Buenos Aires, cuyas pobres defensas no representaron un obstáculo creíble para las tropas británicas. Tras derrotar sin mayores complicaciones a las fuerzas españolas que trataron de enfrentárseles y poner en fuga al virrey Sobremonte a la ciudad de Córdoba, las fuerzas comandadas por Beresford izaron el pabellón británico sobre Buenos Aires el 27 de junio.

Comenzó así un breve gobierno colonial británico sobre Buenos Aires encabezado por el propio Beresford. Se exigió a las autoridades políticas, judiciales y religiosas, y a los habitantes de la ciudad un juramento de lealtad a la Corona británica, y se dictaron medidas para garantizar el libre comercio y la apertura del puerto al transporte marítimo británico, eliminando de esa forma el monopolio comercial que España había instaurado en aquella porción de su imperio americano. La resistencia a la ocupación fue escasa y jamás pasó de algunos incidentes aislados realizados por unos pocos descontentos que no lograban convencer a una mayoría apática.

Pero la reacción española no se limitó exclusivamente a la huida de Sobremonte. Desde el momento en que se conoció la noticia de la caída de Buenos Aires, varios oficiales militares al servicio de España intentaron organizar fuerzas para expulsar a los británicos. Una fuerza de regulares y milicianos comandados por Juan Martín de Pueyrredón intentó atacar Buenos Aires pero fue repelida por los británicos en el combate de Perdriel, pero a pesar de esta derrota, no sería el último intento español de recuperar la capital virreinal.

Un oficial francés al servicio de España que había pasado a Montevideo tras la caída de Buenos Aires, el capitán de navío Jacques de Liniers, reunió por iniciativa del gobernador montevideano Pascual Ruiz Huidobro todas las fuerzas que pudo encontrar en la Banda Oriental y las cruzó al otro lado del Plata aprovechando el mal clima que le permitió burlar la vigilancia de la Royal Navy británica. Tras su desembarco, ocurrido el 4 de agosto de 1806, Liniers condujo a su ejército improvisado sobre Buenos Aires e inició un asedio de la ciudad que sólo concluiría con la rendición de Beresford y las fuerzas británicas el 12 de agosto, liberando Buenos Aires después de 45 días de dominio británico.

Mientras Liniers era nombrado por aclamación popular como el nuevo responsable del Virreinato, ignorando por completo al virrey Sobremonte, y Beresford y sus oficiales y soldados se convertían en prisioneros españoles, la noticia de la humillación llegaba a oídos británicos, sin que este traspié representara el final de sus ambiciones por apoderarse del Río de la Plata. Los engranajes de la maquinaria militar británica ya estaban en marcha y la derrota de Beresford no alcanzaría para detenerlos. Sería cuestión, para los líderes políticos de Londres y para los comandantes de las fuerzas que se cernían sobre el Río de la Plata, de organizar un nuevo intento en el futuro inmediato.


2. Conquista y asentamiento (1807-1820)

En 1807, el Imperio Británico intentó una vez más apoderarse de las colonias españolas en el Río de la Plata, tras el fracaso de la expedición de Beresford y Popham el año anterior. Esta vez, el comandante de la fuerza expedicionaria británica, el teniente general John Whitelocke, estaba decidido a evitar una humillación como la que había sufrido Beresford y así asegurar de una vez la supremacía británica en el Río de la Plata.

Al frente de una expedición militar de alrededor de 12.000 efectivos, muchos de los cuales ya habían sido posicionados de antemano en la región desde el año anterior, Whitelocke se asentó primero en las ciudades de Montevideo y Colonia del Sacramento, que habían sido conquistadas previamente por el general Sir Samuel Auchmuty. De esta manera, los británicos se aseguraban de evitar cualquier posible refuerzo procedente de la Banda Oriental como el que había comandado Liniers para expulsar a Beresford de la capital del Virreinato. Con sus espaldas seguras y con una poderosa fuerza naval controlando la boca del Río de la Plata, Whitelocke y sus comandantes consideraron estar en condiciones de lanzarse contra Buenos Aires.

Tras desembarcar en la margen izquierda del Plata con más de 9.000 soldados, Whitelocke avanzó hacia Buenos Aires listo para enfrentar a las defensas que Liniers había estado organizando de manera desesperada desde la expulsión de Beresford. El encuentro entre las tropas de Whitelocke y los batallones de milicianos y voluntarios de Buenos Aires, comandados por el propio Liniers, tuvo lugar el 1 de julio de 1807 en un paraje cercano a Buenos Aires conocido como los Corrales de Miserere. A pesar de una casi paridad en el número de tropas y de la sorpresivamente buena organización militar de los españoles, la victoria británica en Miserere fue categórica y obligó a Liniers a batirse en retirada con las tropas que pudieron escapar.

Dueño del campo de batalla, Whitelocke consideró los pasos a seguir. Aunque estaba dispuesto a darle a los defensores de Buenos Aires la oportunidad de rendirse ya que creía que su superioridad militar era evidente, los jefes subordinados a Whitelocke lograron convencerlo de que la ferocidad de la resistencia en Miserere no hacía presagiar nada bueno de un combate en las calles de la ciudad, y de que cualquier día perdido a la espera de una rendición era un día que los defensores tendrían para fortificar la ciudad.

Fue así que el 3 de julio de 1807, apenas dos días después del combate de Miserere, las fuerzas de Whitelocke lanzaron su ataque decisivo contra Buenos Aires. En la organización de este ataque Whitelocke volvió a ceder a las recomendaciones de sus subordinados y abandonó su plan de ingresar a la ciudad a través de varias columnas de infantería. En lugar del plan original, Whitelocke dispuso a sus fuerzas en tres poderosas columnas que atacaron casi simultáneamente desde el Riachuelo, desde el Retiro y desde Miserere, con pleno respaldo de su artillería.

Si bien la defensa española de Buenos Aires fue feroz y no dio ni pidió cuartel, los defensores no habían tenido tiempo de fortificarse o de organizar barreras efectivas al avance británico, y se vieron forzados a replegarse cada vez más hasta llegar a la Plaza Mayor y a la mismísima fortaleza. En cuestión de horas, Whitelocke y sus tropas habían demolido los restos de las milicias españolas y se habían hecho con el control casi total de la ciudad. Mientras los británicos rodeaban la Fortaleza de Buenos Aires y se aprestaban a iniciar el asedio, un oficial español informó a Whitelocke que Liniers deseaba parlamentar con él.

La rendición formal de las tropas españolas tuvo lugar el 4 de julio de 1807 en el edificio del Cabildo de Buenos Aires, que servía como cuartel general adelantado de Whitelocke y su estado mayor. Se ordenó a las milicias que depusieran las armas y se dispersaran bajo la supervisión británica, mientras que los comandantes españoles y criollos eran puestos bajo la custodia de las tropas de ocupación. El gobierno de Buenos Aires fue provisionalmente disuelto y reemplazado por la autoridad militar británica, encabezada por el propio Whitelocke como flamante “comandante de la plaza militar de Buenos Aires”.

Mientras las pocas tropas españolas capaces de huir y los residentes que optaron por dejar la ciudad antes del ataque final iniciaban un largo y azaroso viaje hacia la ciudad de Córdoba, que el virrey Rafael de Sobremonte había constituido como la capital provisional del Virreinato del Río de la Plata, las fuerzas británicas afianzaron la ocupación de Buenos Aires y lanzaron rápidos ataques para apoderarse de los poblados aledaños, estableciendo una línea defensiva inicial en Arroyo del Medio. Dicha línea defensiva ayudaría a contener un improvisado contraataque ordenado por Sobremonte que intentó llegar a Buenos Aires en septiembre de 1807 y que desembocó en un fracaso rotundo.

Pocas semanas después, Whitelocke y sus tropas pasaron a la ofensiva. La señal de largada para la nueva etapa del ataque británico vino en la forma de una ley aprobada por el Parlamento británico inmediatamente después de llegar a Londres la noticia de la reconquista de Buenos Aires. Dicha ley establecía la “Colonia Real del Plata” en el territorio ocupado por las fuerzas británicas, que para octubre de 1807 abarcaba a Buenos Aires y sus inmediaciones junto a la Banda Oriental. Como primer gobernador de la Colonia del Plata fue nombrado el propio Whitelocke, quien recibió plenos poderes para la organización inicial de la nueva posesión y para proseguir con la lucha hasta las márgenes del Río Paraná.

En una breve campaña que constituyó la segunda y última fase de la llamada “Primera Guerra del Plata”, tropas británicas procedentes de Buenos Aires y Montevideo pudieron apoderarse de las tierras comprendidas entre los ríos Uruguay y Paraná, lo que les dio la posibilidad de constituir un terreno colchón ante cualquier futuro contraataque español y así fortificar sus posesiones recién conquistadas.

Las últimas acciones militares de esta campaña tuvieron lugar en febrero de 1808, y aunque hubo enfrentamientos ocasionales entre las tropas británicas y las españolas, la guerra en sí estaba virtualmente terminada en favor del Imperio Británico, a pesar de que en represalia por la pérdida de Buenos Aires, los españoles invadieron en octubre de 1807 la Guayana Británica y se apoderaron de una considerable porción de su territorio. El resto de la Guayana Británica, inviable luego de las pérdidas sufridas ante los españoles, acabaría siendo fusionado con la colonia de Suriname, que había sido ocupada en 1799 por los británicos cuando los Países Bajos cayeron en poder de Napoleón, y como tal pasaría a la jurisdicción holandesa en 1816 tras la caída del emperador francés.

Pacificada la región, Whitelocke pudo dedicarse a organizar su gobierno, en el cual dio cabida aunque más no fuera de forma simbólica a algunos prominentes representantes de lo que acabaría por conocerse en el futuro como la comunidad “hispanoparlante” de las posesiones británicas en Sudamérica. Para no antagonizar excesivamente a los nativos, Whitelocke prefirió dejar las decisiones de corte económico a sus sucesores más “políticos” y se ocupó más de establecer una estructura de gobierno eficaz para la nueva colonia y el vasto territorio que ésta había pasado a controlar.

A pesar de que Montevideo estaba en mejores condiciones que Buenos Aires y se hallaba más pacificada, Whitelocke escogió a la antigua capital virreinal como sede del gobierno colonial, iniciando así un largo período de predominio de Buenos Aires en lo que pasaría a conocerse como la “Sudamérica Británica”.

Durante los siguientes veinte años existiría una paz tensa y siempre cercana a la ruptura entre la Sudamérica Británica y los antiguos restos del Virreinato del Río de la Plata, que en 1808 habían sido amalgamados con la Capitanía General de Chile para constituirse en una nueva y poderosa gobernación militar conocida como la Capitanía General de los Andes.

Temerosos de un nuevo ataque británico, los españoles hicieron grandes esfuerzos para reforzar sus posesiones coloniales e incrementar su preparación militar; en estas empresas y por su cercanía con la Colonia del Plata, la Capitanía General de los Andes se convirtió en la frontera caliente del imperio español en Sudamérica. Por su parte, los británicos se abstuvieron de encarar nuevas aventuras de conquista y prefirieron reforzar sus posiciones y consolidar su dominio sobre ambas márgenes del Plata y la región mesopotámica entre el Paraná y el Uruguay, siempre con un ojo puesto ante cualquier potencial alzamiento por parte de la población hispanoparlante.

En los veinte años de la “paz inquieta” en Sudamérica hubo sólo dos episodios que estuvieron por desencadenar una guerra abierta entre el Reino Unido y España, ambos causados por la intromisión de una potencia en los conflictos internos de la otra.

El primero, ocurrido en 1811, tuvo como telón de fondo las revueltas independentistas que azotaron a las colonias españolas luego de que llegara la noticia de que Napoleón había tomado prisionero al rey Fernando VII y reducido a España a la condición de un Estado títere. Estos levantamientos acontecieron de manera casi simultánea en lugares tan alejados como México, Nueva Granada, Venezuela y la propia Capitanía de los Andes, y por un tiempo pusieron en jaque el dominio colonial de los que continuaban ejerciendo el poder en nombre de un rey prisionero, aunque no pudieron sostenerse en el tiempo ni derrotar a un dominio colonial que en los años previos había sido ferozmente reforzado desde la metrópoli para evitar una potencial invasión británica.

Mientras la Capitanía General de los Andes se convulsionaba tras las revueltas de Bernardo O'Higgins y Martín Miguel de Güemes, los mandos británicos en la Colonia del Plata eligieron esa ocasión para asestar un golpe de mano que había estado pendiente desde la invasión de Buenos Aires. Una fuerza expedicionaria de 4.500 tropas comandadas por el brigadier Denis Pack atacó desde el mar el puerto chileno de Valparaíso con la intención de apoderarse de él y establecer un enclave colonial en la costa sudamericana del Pacífico.

A pesar de la sorpresa inicial, el general español Marcó del Pont pudo reunir suficientes tropas para atacar a los británicos antes de que pudieran asentar su cabeza de playa y obligarlos a desistir de su intento de capturar Valparaíso. La victoria española fue parcial, ya que una segunda columna de 1.500 efectivos había logrado apoderarse de la ciudad de Talcahuano y convertirla en una fortaleza hacia la que las fuerzas de Pack pudieron retirarse de manera efectiva. Sin posibilidad de atacar Talcahuano y con los rebeldes lanzando una repentina ofensiva contra Santiago de Chile, Marcó del Pont aceptó de mala gana el estado de cosas y permitió que los británicos continuaran controlando Talcahuano e iniciaran una larga y lenta expansión territorial en las tierras dominadas por los araucanos desde hacía siglos.

El segundo episodio coincidió con la primera revuelta de la población hispanoparlante contra el dominio británico en el Plata en 1816. Un abogado y periodista llamado Juan Castelli, originalmente partidario de los británicos pero que había ido pasándose al bando enemigo de Londres conforme se prolongaba la dominación británica, había logrado reunir en torno suyo a una pequeña pero motivada y radicalizada minoría de jóvenes de origen español y criollo que comulgaban con el ideario del Iluminismo y de la Revolución Francesa, y a quienes había estado preparando pacientemente para una rebelión que esperaban fuera el comienzo del fin del dominio británico.

Sumados a veteranos de la infructuosa defensa de Buenos Aires contra las tropas de Whitelocke, Castelli y sus compañeros de armas iniciaron el 9 de julio de 1816 una insurrección en Buenos Aires que obligó al gobernador Robert Craufurd a dejar momentáneamente la ciudad y poner en jaque el control británico durante una larga y brutal semana, antes de que refuerzos procedentes de Montevideo colaboraran en el aplastamiento total y absoluto de la revuelta. La represión británica contó con el pleno respaldo de los segmentos más conservadores y tradicionales de la comunidad hispanoparlante, cuyo rencor hacia los británicos se vio superado por el horror que les inspiró el comportamiento abiertamente jacobino y antirreligioso de Castelli y sus seguidores.

La noticia del fallido levantamiento de Castelli llegó a las autoridades españolas en la capital andina de Salta mucho después de que la revuelta fuera aplastada, pero eso no impidió al capitán general español, Pío Tristán, ordenar que partiera una expedición lo antes posible para apoyar a Castelli y restaurar el dominio español en Buenos Aires. Esta expedición, empero, no pudo trasponer la frontera del Arroyo del Medio, ya que del otro lado se encontró con una gran cantidad de tropas británicas que la estaban esperando.

Tras anoticiar al comandante de la expedición española del fracaso de la revuelta, el comandante británico le informó que tenía órdenes expresas de disparar contra cualquier soldado español que traspusiera el límite tácito entre la Capitanía General de los Andes y la Colonia del Plata. Puesto ante una situación de desventaja y con la certeza de que los rebeldes a los que había ido a apoyar ya languidecían en prisión o habían sido pasados por las armas, entre ellos el mismísimo Castelli, el general español optó por lo seguro y ordenó a sus tropas que volvieran sin intentar penetrar en el territorio controlado por los británicos.

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Continúa el próximo jueves...

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