sábado, 25 de junio de 2011

Bonus Track

Muchachos, hay bonus track este sábado... la columna de Carlos Reymundo Roberts en La Nación de hoy no tiene desperdicio.

El día en que Cristina me hizo llorar

Señora, por Dios, qué emoción. Qué alegría indescriptible verla y oírla anunciar que sí, que va por la reelección , que no hay nada en este mundo que pueda apartarla de su misión histórica: seguir liderando la revolución.

Señora, me temblaban las piernas. Me puse en la parte de atrás del salón, quietito, calladito, como para no llamar la atención de nadie. Yo sólo quería ser testigo de ese momento crucial, y cuando vi que no estaban ni Hebe ni Moyano, ni Morgado ni Rachid (¿los habrán discriminado?), pensé: quedate piola porque en este club es más difícil entrar que salir.

Señora, no me había hecho los rulos, pero algo me decía que ése iba a ser el día. Por suerte, no le creí a Alberto Fernández, que desde hace meses venía diciendo (siempre en privado) que usted no se iba a presentar, que estaba anímicamente quebrada, que lloraba más de lo que hablaba.

Lo mío era pura intuición y cero información. No es que no haya preguntado: el problema es que todos me juraban que no sabían nada. Señora, me encanta ese velo de misterio. Que nos haya tenido a todos, a sus más estrechos colaboradores, a su gabinete, a sus militantes, a los medios, al país entero, encerrados en un puño. ¡Cómo disfruta del secreto, señora! A todos nos resulta más fácil compartir, prever, organizar. A usted no. Usted ama sorprender, esconder, histeriquear, hacerse esperar. Por Dios, ¡qué estadista!

Cuando me enteré de que había pedido la cadena nacional tuve la semiplena prueba. Me dije: o anuncia que se compró un nuevo modelo de cartera Louis Vuitton o confirma que va por un segundo mandato. Es decir, no había posibilidad de que fuera para una menudencia.

No sé si ya se lo dije alguna vez, pero me parece perfecto que haya roto con la tradición de usar la cadena sólo para los grandes acontecimientos. Eso es un viejazo. Fidel, Chávez y usted nos han enseñado que la palabra del Presidente es siempre de interés nacional. Incluso deberíamos extender su presencia y sus discursos a Internet. Sueño con una cadena en Google, en Twitter, en Facebook: abrir la pantalla y verla a usted, sólo a usted, reina y señora.

Mi único reparo -más duda que otra cosa- es si hace falta obligar a la gente a escuchar sus discursos. Creo que si no usara la cadena, igual todo el mundo preferiría oírla que poner música, una película, un partido o Tinelli.

Pero volvamos a la Casa Rosada. Le cuento que al ver sentados allí a Andrea del Boca, a Aníbal Fernández, a Cornide, al intendente Mario Ishii, la reflexión que me hice fue: "Señores, la revolución está servida; disfruten el banquete".

Al compañero Daniel (Scioli) lo encontré más bien seriote, y no entendí por qué: hubiese jurado que ninguna otra cosa le hacía más ilusión que usted fuera por la reelección y que usted lo ayudase a elegir a su compañero de fórmula para un segundo mandato en la provincia.

Se encendieron los micrófonos -el micrófono, su micrófono-, y allí empezó el encantamiento general. La magia. El éxtasis. Quién va a acordarse del anuncio del plan de los "LCD para Todos" si después usted, en la continuidad de sus palabras, dijo lo que dijo. Me dio un poquito de cosa, debo confesar, esos millones de personas que, al enterarse de que podían tener una TV de lujo en 60 cuotas, se largaron como locas a las tiendas y se perdieron lo mejor del mensaje: la reelección.

Bueno, es cierto que usted no usó esa palabra, ni tampoco habló de candidatura. ¿Olvido? ¿Estrategia? Nada de eso: sencillamente, estamos ante alguien distinto. Los mortales hablamos con palabras gastadas. Usted, exquisita, habló de "sometimiento a la voluntad popular". Lo comprendí muy bien: hay que someter a la voluntad popular. Recuerdo cuando perdimos las elecciones legislativas de 2009. Al día siguiente dijimos (qué bien lo hiciste, Néstor) que habíamos ganado. Cuando el campo y la ciudad se lanzaron a las calles contra la 125, dijimos que eran golpistas. Cuando los grandes medios que leen y miran las grandes masas se mostraron independientes, creamos nuestros medios. Cuando le dijimos a la gente que podía optar por la jubilación privada o la estatal y mayoritariamente eligió la privada, la estatizamos por decreto. Cuando votaron para que haya un Congreso opositor, compramos a legisladores de la oposición.

Sí, someter: nos encanta. En ello nos va la vida. No hay maldad, sino la convicción de que los argentinos queremos eso. Que nos sometan a escuchar la cadena, a comer milanesas, pescado y cerdo en cadena, y, sobre todo, a encadenarnos a las cuotas, a muchas cuotas, al votocuota, tan increíblemente rendidor.

¿El candidato a vice? Eliminado yo (ya probaré más adelante con Máximo o con Florencia), lo que usted decida está bien. Total, siempre queda el recurso del látigo, como el que disciplinó a Scioli, o del exilio, en el que Cobos se consumió.

Señora, desde mi rinconcito del salón yo la aplaudí, yo grité, yo me emocioné. Como todos y todas, me imaginé el paso triunfal hasta el 23 de octubre, la victoria sin vueltas (bueno, en primera vuelta), su saludo desde el balcón, su discurso, su homenaje a El, su llanto. Será su hora más gloriosa. Un país rendido a sus pies, en tributo justo y definitivo. Estará muy bien, señora, porque eso es lo que usted se merece. Y nosotros, todos los argentinos, también. Lo tenemos merecido.

Demasiado Grande Para Ganar

Ustedes saben cómo viene la mano acá en LBP. Hay algunos sábados en los que no me alcanza la nafta para escribir algo coherente de mi parte, y es entonces cuando recurro a algún artículo que haya leído en otro lado y que me haya resultado de interés.

Bueno, hoy es uno de esos sábados.

Les dejo a continuación una traducción propia de un artículo de Mark Steyn que puede interesarle a aquellos con afición por los temas internacionales. Es largo, así que planeen escalas para ir al baño en algún momento.

DEMASIADO GRANDE PARA GANAR

¿Por qué Estados Unidos no puede ganar guerras? Han pasado dos terceras partes de siglo desde que vimos (como el presidente Obama tan vívidamente lo describió) al "Emperador Hirohito bajando a firmar una rendición ante MacArthur". Y si no es así como lo recuerdan, olvídense de la lista formal de invitados, olvídense del certificado de rendición, y traten de pensar en un sentido más básico de "ganar".

Los Estados Unidos están peleando actualmente, en mayor o menor grado, tres guerras. La de Irak (el pantano, la guerra "mala", la invasión que desató mil demostraciones antibélicas en Occidente e investigaciones oficiales y obras de teatro y películas contra Bush) es la que menos mal está yendo. Por ahora. Y eso salvando el hecho de que el principal legado geoestratégico de nuestro gentil protectorado es que un enemigo declarado de los Estados Unidos, Irán, ha sido capaz de incrementar vastamente su influencia en el país a costa nuestra.

¿Afganistán? La "guerra buena" es ahora "la guerra más larga de los Estados Unidos". Nuestras fuerzas han estado ahí más tiempo que lo que estuvo el Ejército Rojo. La estrategia de "corazones y mentes" está yendo tan bien que ahora las tropas norteamericanas están siendo asesinadas por los afganos que mejor los conocen. ¿Ser asesinado por soldados y policías que has pasado años entrenando cuenta como una muerte en combate? Tal vez sea por eso que los medios norteamericanos desdeñan la cobertura de estas muertes: en abril, en una reunión entre la policía fronteriza de Afganistán y sus capacitadores norteamericanos, un policía afgano mató a dos soldados norteamericanos. Bueno, es un país salvaje, una vez que llegas a la frontera con Turkmenistán. Unas semanas después, de regreso en Kabul, un piloto militar afgano mató a ocho soldados y un contratista civil norteamericano. El 13 de mayo, un "equipo mentor" de la OTAN se sentó a almorzar con policías afganos en Helmand cuando uno de sus protegidos abrió fuego y mató a dos de ellos. "Las acciones de este individuo no reflejan las acciones en general de nuestros socios afganos", dijo el mayor general James B. Laster, del Cuerpo de Infantería de Marina de los EE.UU. "Permanecemos comprometidos con nuestros socios y con nuestra misión aquí.”

¿Libia? La buena noticia es que hemos reducido considerablemente el tiempo que nos lleva empantanarnos. Creo que la campaña en Libia ya está en el Libro Guinness de los Records Mundiales como el empantanamiento más rápido registrado. En una acción inspirada, escogimos respaldar al único movimiento de liberación árabe incapaz de derrocar al mandamás local aún cuando les prestas todas las fuerzas aéreas de la OTAN. Pero no se preocupen: el Presidente Obama, como dijo un funcionario al New York Times, está "liderando desde atrás". Precisamente. ¿Qué podría ser más impecablemente multilateral que un caballo de pantomima de coalición compuesto enteramente por partes traseras? Aparentemente sería "ilegal" apuntarle al coronel Qaddafi, así que nuestro objetivo estratégico es matarlo por accidente. Hasta ahora hemos matado a un hijo y un par de niestos. Quizás para el momento en que lean esto hayamos agregado a una o dos tías solteronas a la colección de trofeos. No está precisamente claro el porqué matar al viejo travesti de la cara poceada sería una prioridad para los Estados Unidos ahora, pero esperemos que ocurra pronto, porque de otro modo no habrá forma de saber cuándo esta "guerra" estará "terminada".

De acuerdo a los gustos partidarios, se puede echar la culpa de este trío de desastres actuales a Bush o a Obama, pero en el gran esquema de las cosas son parte de un patrón de conducta que precede a cualquiera de los dos, y que se remonta a no-victorias grandes y pequeñas; Somalía, la Primera Guerra del Golfo, Vietnam, Corea. En la columna más definida del balance tenemos... veamos: Granada en 1983. Y dado que ese fue un pequeño asunto de limpieza post-colonial que Gran Bretaña debería haber atendido pero no quiso hacer, uno puede sostener que incluso ese solitario triunfo sostiene una narrativa más amplia de la endeblez occidental. De cualquier forma, el único triunfo militar sin ambigüedades de los Estados Unidos desde 1945 es una pequeña isla en el Caribe que tiene a la reina Isabel II como jefa de Estado. Para el 43% del gasto militar global, eso no es mucho retorno de inversiones.

El intervencionismo inconclusivo tiene consecuencias. Corea nos llevó a los norcoreanos con armas nucleares. Los helicópteros derribados en el desierto iraní nos llevaron a los mullahs con armas nucleares. La Primera Guerra del Golfo nos llevó a la Segunda Guerra del Golfo. Somalía nos llevó al 11 de Septiembre. Vietnam nos llevó a todo, en el esentido de que su trauma penetró tan profundamente en la psiquis colectiva norteamericana que erosionó la capacidad de pensar claramente en la guerra como una herramienta de propósito nacional.

Durante medio siglo, la Guerra Fría sirvió de encubrimiento. Al comienzo de la así llamada Era Americana, Washington escogió bajar el perfil de la hegemonía norteamericana y en su lugar creó y financió instituciones transnacionales en las que la superpotencia no-imperial se menospreciaba tanto a sí misma que infló de manera artificial la condición de todos los demás en una especie de programa de acción afirmativa geopolítica. En la esfera militar, esto fue la OTAN. Si las críticas contra el Consejo de Seguridad de la ONU es que no es más que el desfile de la victoria de la Segunda Guerra Mundial preservado en gelatina, la OTAN son los escombros de la Europa de postguerra preservados como sala de situación. En 1950, los Estados Unidos tenían una supremacía única sobre el "mundo libre" y podían darse el gusto de ser generosos, así que lo fueron: teníamos más dinero que el que podíamos usar, así que salvamos a nuestros aliados del costo de pagar su propia defensa.

Pero 1950 ya pasó. Las economías continentales se recuperaron, Europa se enriqueció y también lo hicieron Japón y los tigres asiáticos. Y en Washington nadie se dio cuenta: continuamos pagando, estableciendo guarniciones no en colonias remotas sino en algunas de las naciones más ricas de la historia. Gracias al bienestar militar norteamericano, la OTAN es una alianza militar compuesta por países que ya no tienen fuerzas armadas. En la Guerra Fría esto tenía una especie de lógica: Europa era el campo de batalla designado, así que aunque tuvieran o no tanques, ellos tenían literalmente el pellejo en juego. Pero la Guerra Fría terminó y la OTAN permaneció, evolucionando en una especie de Superamigos globales compuestos por tipos que ni son Super ni se aprecian demasiado. Al comienzo de la campaña afgana, Washington invirtió considerables esfuerzos diplomáticos en incitar a sus aliados a los gestos más simbólicos de participación en la guerra: la cumbre de la OTAN en 2004 fue elogiada como un hito exitoso luego de que los veintiséis miembros de la alianza se comprometieran a aportar seiscientas tropas y tres helicópteros extra. Esto representa en promedio 23,08 soldados por país, junto con casi la novena parte de un helicóptero. Media década de estancamiento después, Washington estaba invirtiendo todavía más esfuerzo en incitar a sus aliados a los gestos más simbólicos de transnacionalismo amariconado no combatiente: sabemos que, bajo reglas de empeñamiento cada vez más refinadas, ciertos aliados no saldrán de noche, o en la nieve, o en provincias en donde hay combate, así que para el aquelarre de la OTAN en 2010, Robert Gates se vio reducido a protestar porque los 450 "capacitadores" prometidos por los aliados para el Ejército Nacional Afgano no se habían materializado. Supuestamente 46 naciones contribuyen al esfuerzo aliado en Afganistán, así que eso sería unos diez "capacitadores" por país. Imagínense si la energía gastada en estos ridículas (y en algunos casos profundamente perniciosas) hojas de parra transnacionales hubieran sido dirigidas por canales más convencionales, digamos, identificar el interés nacional de los Estados Unidos e ir tras de él.

La Guerra Fría también deja otras sombras. En Corea, los EE.UU. se negaron incluso a cortar las líneas de suministros de sus enemigos chinos. No puedes ganar así. Pero en la era nuclear, la guerra total (una guerra con naciones reales, con fuerzas armadas en serio) era demasiado terrible como para considerar, así que incluso en las peleas de intermediarios en los rincones recónditos del Tercer Mundo la preocupación principal era tapar las cosas, aún al precio de la victoria. Y para el fin de la Guerra Fría, esa clase de pensamientos habían echado raíces. El enfrentamiento de disuasión nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética degeneró en un mundo unipolar de autodisuasión norteamericana. De no ser por los bravos pasajeros del Vuelo 93 y las peculiaridades del calendario social de la Oficina Oval, el cuarto avión del 11 de Septiembre hubiera logrado golpear la Casa Blanca, decapitando al gobierno, dejando una ruina humeante en el corazón de la capital y dejando la república en manos de Robert C. Byrd o algún otro capricho de la sucesión presidencial. Y sin embargo, al permitir que su rincón tóxico sea usado como base para el ataque extranjero más destructivo contra los Estados Unidos en dos siglos, o el mullah Omar descartó la posibilidad de la destrucción total y devastadora de su país, o no le importó.

Si es la primera opción, de seguro tenía razón. Luego de la batalla de Omdurman, Hillaire Belloc hizo un seco resumen de la ventaja tecnológica:

Pase lo que pase
Nosotros tenemos
La ametralladora Maxim
Y ellos no.

Pero supongamos que ellos saben que nunca usarás la ametralladora Maxim. En cierto nivel, la disuasión creíble depende de un enemigo creíble. La Unión Soviética se desintegró, pero el instinto de desescalar de la superpotencia sobreviviente se intensificó: en Kirkuk o en Kandahar, cada señor de la guerra liliputiense rápidamente comprendió que puedes provocar al Gulliver infiel con relativa impunidad. La Destrucción Mutua Asegurada cuajó en una Inconstancia Masivamente Aplicada.

Aquí me separo un poco de mis colegas del National Review que se preocupan por los inevitables recortes del presupuesto de defensa. Claramente, si una nación es responsable de casi la mitad del presupuesto militar del mundo, hay muchos que no hacen su aporte. El Pentágono gasta más que las fuerzas armadas de China, Gran Bretaña, Francia, Rusia, Japón, Alemania, Arabia Saudita, India, Italia, Corea del Sur, Brasil, Canadá, Australia, España, Turquía e Israel juntas. ¿Entonces por qué no se siente como si así fuera?

Bueno, precisamente por esa razón: si gastas más que todos los rivales serios juntos, entonces eres algo más que la fuerza militar de un estado nacional convencional. ¿Pero qué exactamente? En los noventa, a los franceses les gustaba quejarse de que la "globalización" era un eufemismo para la "norteamericanización". Pero se puede invertir fácilmente esa fórmula: "norteamericanización" es un eufemismo de "globalización", en la que el viejo forrado geopolítico está tan ocupado pagando la cuenta de los pedidos globales que pierde toda noción de interés nacional. Así como Hollywood hace ahora películas para el mundo, el Pentágono hace guerra para el mundo. Los lectores estarán cansadamente familiarizados con la tendencia de los íconos arraigados de la cultura pop de volverse transnacionales; la otra semana Superman se subió al podio de las Naciones Unidas para renunciar a su ciudadanía norteamericana basándose en que "la verdad, la justicia y el estilo norteamericano" ya no le alcanzaban. Mi favorito de los últimos años fue el intento de reinventar a G.I. Joe como un acrónimo multilateral con base en Bruselas, el Global Integrated Joint Operating Entity (Entidad Integrada Conjunta Global Operativa). Creo que ellos están manejando la operación en Libia.

Un ejército tiene que librar guerras en nombre de algo real. Para bien o para mal, "rey y país" es algo real y también, sobre todo para mal, lo son las lealtades tribales en las sangrientas guerras civiles africanas. Pero no sorprende que sea difícil ganar guerras libradas en nombre de algo tan quimérico como "la comunidad internacional". Si estás haciendo la guerra en nombre de un concepto ilusorio, ¿es siquiera posible tener objetivos de guerra? ¿Cuales son los nuestros? "(Nosotros) estamos en afganistán para ayudar al pueblo afgano", dijo el general Petraeus en abril. En algún lugar hay generaciones de imperialistas de la vieja escuela aullando de furia, y no sólo por el concepto de "pueblo afgano". Pero cuando eres la fuerza expedicionaria del parlamento de la humanidad, ¿qué otra cosa hay?

La guerra es el infierno, pero la tutoría global es el purgatorio. En ese sentido, la demorada liquidación de Osama bin Laden puede ser menos relevante estratégicamente que la reciente revelación que 60 Minutos hizo de "Tres Tazas de Té" de Greg Mortenson. Este es el libro best-seller que el Pentágono le da a oficiales destinados a Afganistán, cuyo célebre autor se ha reunido con nuestros máximos comandantes en varias oportunidades. Y es una farsa. A pesar de todo, ha tenido un profundo efecto de transformación cultural... en nosotros. "Es notable", me decía entre risas un diplomático indio. "En Afganistán, los norteamericanos toman más té ahora que los británicos. Y ni siquiera les gusta". En 2009, recordemos, el Pentágono representaba el 43% del gasto militar del planeta. A este paso, también representarán el 43% del consumo planetario de té en 2012.

La construcción nacional en Afganistán es el ne plus ultra de una cruzada de tontos. Pero aún si alguien estuviera dispuesto, la "construcción nacional" efectiva se hace según el interés nacional del constructor. Los británicos rehicieron a la India a su imagen, con un parlamento estilo Westminster, derecho anglosajón y un sistema educativo inglés. ¿A imagen de quién estamos construyendo Afganistán? Ocho meses después de que Petraeus anunciara su última idiotez, la iniciativa de la Policía Local Afgana, Oxfam reportó que la recién constituída PLA era un antro de tortura y pederastia. Casi todas las instituciones afganas lo son, claro. Pero durante la mayor parte de la historia humana se las han arreglado para practicar ambos hobbies sin subvenciones internacionales. El contribuyente norteamericano acepta agotado el costo de subsidiar los poetas cowboys de Nevada y las compañías de mimos de San Francisco, pero aún para esos generosos estándares de preservación cultural, es difícil ver por qué debería facilitar las tradicionales preferencias de los hombres pashtunes con el ojo puesto en "los niños bailarines de Kandahar”.

Lo que nos lleva de regreso a esas Tres Tazas de Té. Así que la Entidad Integrada Conjunta Global Operativa está construyendo escuelas en Afganistán. Gran cosa. El problema, tanto en Kandahar como en Kansas, no son los edificios sino lo que se enseña dentro de ellos, y no tenemos el estómago como para meternos en eso. Así que, ¿cuál es el punto de construir una mejor infraestructura para la infame cultura tribal de Afganistán? ¿Qué interés tenemos en el atraso de última generación?

La beneficencia transnacional es la correción política cuando sale de gira. Toma las presunciones relativistas del equipo multiculti y las aplica en lo geopolítico: la carga del hombre blanco se convierte en la culpa progresista. Ninguna nación rica y desarrollada debe tener un interés nacional, porque un interés nacional es un interés egoísta. Afganistán empezó de forma egoísta; una campaña militar audazmente original, brillantemente ejecutada, para quitar a tus enemigos del poder y matar a tantos tipos malos como fuera posible. Después los Estados Unidos se pusieron sobrios y llevaron a una sorprendente excepción nuevamente de acuerdo con la regla. En Libia o en Kosovo, la guerra sólo es legítima cuando no tienes ningún interés nacional concebible en cualquier conflicto que estés peleando. El hecho de que no tengas ninguna meta en él justifica que te metas en él. El razonamiento principal es que no hay ningún razonamiento, ¿y quién podría oponerse a eso?. Cuando se la aplica globalmente, la corrección política nos obliga a renunciar a la soberanía. Y una vez que haces eso, como lo preguntaron célebremente Country Joe y el Pez, es ¿un-dos-tres, por qué estamos peleando?

Cuando eres responsable de la mitad del gasto militar mundial y del 80% de la investigación y desarrollo militar, se pueden decir ciertas cosas con seguridad: nadie se va a meter en unja guerra nuclear con los Estados Unidos, o una batalla de tanques a gran escala, o incluso con una "pelea de perros" aérea. Eres el Microsoft, el Standard Oil de la guerra convencional: si les interesara competir en este campo, las potencias militares de segunda línea ya hubieran hecho una denuncia por actividad monopólica en el Departamento de Justicia. Cuando eres el único tipo en el pueblo con una raqueta de tenis, no te sorprendas de que nadie quiera ir contigo a jugar, o que haya provocadores buscando otros campos en los que jugar. En las primeras etapas de las guerras de este siglo, los DEI eran detonados mediante teléfonos celulares e incluso controles remotos de garage. Así que el Pentágono empezó a interferirlos. El enemigo se degradó a detonadores más primitivos: no puedes interferir un hilo. El año pasado, se informó que los Taliban habían desarrollado DEI libres de metal, que los hacían prácticamente indetectables: en vez de dos hojas de metal y vainas de artillería, empezaron a usar hojas de grafito y nitrato de amoníaco. Si tienes infantes uniformados y tanques y acorazados y cazas a reacción entonces eres demasiado débil para enfrentarte a la hiperpotencia. Pero, si tienes pastores analfabetos con hilos y hojas y fertilizante, puedes aferrarla durante una década. Un DEI es un dispositivo explosivo "improvisado". ¿Podemos todavía improvisar? ¿O acaso las fuerzas armadas más fastuosamente financiadas del mundo han asumido que se pueden dar el lujo de no adaptarse al mundo en el que viven?

En la primavera de 2003, en la autopista desierta entre la frontera jordana y el pueblo de Rutba, me encontré con mi primer tanque iraquí quemado, una chatarra chamuscada volteada sobre su costado. Estacioné, caminé alrededor de ella, y me puse a pensar sobre el destino de los hombres que estaban dentro. Parecía algo patético que, enfrentándose a una invasión de los Estados Unidos, estos conscriptos iraquíes se hayan tomado el trabajo de entrar y conducir esa cosa hacia donde fuera que estaban yendo cuando la muerte les cayó de las estrellas, o de Diego García, o de Missouri. Sin embargo, todavía entonces recordé las palabras del gran estratega de la guerra blindada, Basil Liddell Hart: "La destrucción de las fuerzas armadas del enemigo es sólo un medio, y no necesariamente uno inevitable o infalible, para lograr el objetivo real". El propósito de la guerra, escribió Liddell Hart, no es destruir los tanques del enemigo sino destruir su voluntad.

En vez de eso, los Estados Unidos han comprado la tesis de Thomas Friedman, promulgada por el gran pensador del New York Times en enero de 2002: "A pesar de toda la cháchara sobre los tan cacareados combatientes afganos, esta fue una guerra entre los Supersónicos y los Picapiedras, y los Supersónicos ganaron y los Picapiedras lo saben”.

Pero no lo hicieron. No sabían que habían sido derrotados. Porque no lo fueron. Porque no destruimos su voluntad, como destruimos la de los alemanes y japoneses hace dos tercios de siglo, y como de seguro no lo haríamos si estuviéramos peleando la Segunda Guerra Mundial hoy. Eso no es un argumento en favor de un ataque nuclear o de un bombardeo a gran escala, sino a favor de una visión clara y fría. Cuando se le preguntó cómo reaccionaría si el Ejército Británico invadiera Alemania, Bismark dijo que despacharía a la policía local para que lo arrestara: esa fue una aguda burla teutónica hacia el modesto tamaño de las fuerzas de Su Majestad Británica. Pero ese es el punto: los británicos lograron mucho con poco; en la cumbre del imperio, un número insignificante de anglo-celtas controlaron todo el subcontinente indio. Una cultura con confianza puede dominar a números mucho mayores de personas, como Inglaterra lo hizo durante buena parte de la historia moderna. En contraste, en una era de Inconstancia Masivamente Aplicada, gastamos una fortuna yendo a la guerra con una mano atada a la espalda. El Complejo Militar Industrial Global Operativo del Cuarenta y Tres Porciento no es demasiado grande como para fracasar, pero quizás es demasiado grande como para ganar, como lo entienden nuestros enemigos.

Y seguimos tropezando, con instituciones de la Guerra Fría, sensibilidades transnacionales, obsequiosidad políticamente correcta, construcción pseudo-nacional pedante y fraudulenta, cachivaches caros, poca voluntad y ningún objetivo bélico... pero con verdaderas vidas norteamericanas. "Estos Colores No Se Rinden", dice la camiseta. Pero a falta de un propósito nacional, se desangran hasta convertirse en una mancha gris en un horizonte distante. A sesenta y seis años de la victoria ante Japón, la forma de hacer la guerra de los Estados Unidos necesita ser reinventada de arriba a abajo.
Hasta el próximo sábado.

sábado, 18 de junio de 2011

Saltar el tiburón

Este sábado vamos a hacer un alto sobre la corruptela y bancarrota moral del lobby derechohumanista. Todo lo que se pueda decir ya ha sido dicho, y si bien hace falta repetirlo y repetirlo hasta que no quede duda, el texto que les dejo a continuación me pareció demasiado bueno como para dejarlo pasar.

Es largo y está pensado para la situación de Estados Unidos, pero vale la pena y mucho porque en bastante pasajes nos describe demasiado bien... y en otros sólo hace falta un poquito de imaginación para ver las situaciones que describe ocurriendo bajo la Celeste y Blanca.

Se intitula "Cuando el Gobierno salta el tiburón", y su autor es Walter Russell Mead. El original en inglés se puede encontrar aquí.

Disfrútenlo y hasta la semana que viene.

Cuando el Gobierno "salta el tiburón"

Walter Russell Mead

En mi último post, escribí acerca del "Fanniegate", los escandalosos negociados hechos por demócratas bien conectados que arruinaron el sistema financiero del país. No es que los republicanos no se hayan sumado a la joda o que no hubiera maléficos republicanos de gran riqueza abusando la confianza pública de otras formas. El colapso moral e intelectual de la elite norteamericana es un asunto robustamente bipartidista y hay bastante barro para tirar por todos lados.

Pero Fannie Mae representa un problema especial para el Partido Demócrata y para los ideales demócratas. No es solamente una institución de vital importancia conducida por prominentes demócratas y parte de una amplia red de clientelismo demócrata; Fannie Mae es una de las instituciones originales del New Deal y la visión que buscaba servir está en el corazón de las preocupaciones del Partido Demócrata del Siglo XX.

La caída de Fannie Mae es mucho más que otro simple escándalo de políticos descontrolados. Se mantiene como una señal entre tantas de que nuestra forma de vida actual está llegando a su límite y que hay grandes cambios en el horizonte. La debacle del Fanniegate nos dice que el ideal progresista está en el proceso de "saltar el tiburón".

Saltar el tiburón, como lo saben muchos lectores, es una expresión del maravilloso mundo de la televisión. Cuando la premisa original de un programa se torna rancia, los productores tratan de recuperar el interés de la audiencia poniendo a personajes familiares en contextos inverosímiles donde les pasan cosas extrañas - notablemente, cuando Fonzie literalmente saltó por encima de un tiburón cuando "Los Días Felices" estaba en sus últimos años. Cuando algo salta el tiburón, la espiral de muerte se ha vuelto indetenible; el programa ya no tiene ningún lugar a donde ir excepto hacia abajo.

El ideal progresista de los últimos 100 años está llegando a ese punto. En su momento el ideal progresista era revolucionario e incluso noble. Una elite burocrática y profesional mediaría los conflictos sociales entre ricos y pobres, mejorando las vidas de los pobres a la vez que diseñaría las mejores soluciones administrativas posibles para los problemas sociales acuciantes. Una administración macroeconómica keynesiana aseguraría una prosperidad duradera; un sistema fiscal progresivo distribuiría los beneficios de la prosperidad de la manera más amplia posible. Los niveles de educación crecerían conforme más y más estadounidenses pasaran más y más años en la escuela.

El progresismo sostuvo la esperanza de que el capitalismo, la democracia y la historia misma pudieran todos ser domados por una administración profesional competente. El capitalismo victoriano había sido brutal, perturbador, competitivo. La sociedad se había tornado más desigual aún cuando los estándares de vida crecieran gradualmente. La democracia era irresistible, pero las masas carecían de educación. La era progresista moderna nació en tiempos de gran violencia y desorden. La Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la Gran Depresión, el auge del fascismo, la Segunda Guerra Mundial, la invención de las armas nucleares y el comienzo de la Guerra Fría: es contra este contexto que los progresistas buscaron convertir la vida moderna en algo seguro y domesticado.

No puedo culpar a cuatro generaciones de intelectuales progresistas por querer hacer que la vida fuera un poco menos brutal e impredecible, ni deberíamos tampoco pasar por alto los éxitos que lograron. A pesar de todo, el Fonz ha dejado el edificio; hoy el paradigma progresista no puede servir como base de una política nacional sensata.

El ciclo vital de un paradigma político de gobierno es diferente del ciclo de una sitcom televisiva. Hace falta más para hundir una forma de vida que para hundir a una sitcom, y las consecuencias son mucho más desastrosas. Pero para comprender lo que significa decir que el progresismo está saltando el tiburón, veamos las etapas de la vida de un programa gubernamental progresista.

En la primera etapa de un programa gubernamental, existe un problema social terrible que tiene a las personas enloquecidas de preocupación. No hay suficientes chicos entrando a la universidad. Las familias de clase media no pueden conseguir hipotecas para sus casas. El río sigue inundando el pueblo. Ancianos enfermos que han trabajado toda su vida están comiendo comida para gatos en la jungla de los sin techo.

El gobierno ofrece una solución que arreglará el problema a un costo relativamente modesto. Es el héroe que desata a la heroína de las vías del ferrocarril mientras se acerca el tren. Es el Llanero Solitario cabalgando hacia el pueblo para ocuparse de los villanos. El programa de gobierno en esta etapa temprana es la Gran Esperanza Blanca: una vez que lo pongamos en marcha, cree la gente, la vida mejorará.

Suele ser así, y un programa gubernamental bien establecido y operativo se vuelve muy popular en la siguiente etapa. Los jubilados cobran cheques de la Seguridad Social, y el costo para aquellos que siguen trabajando es muy bajo. Familias con mejores condiciones crediticias están construyendo casas porque los administradores federales del mercado le permiten a los bancos prestar má; más casas significan más trabajos de construcción. La vida mejora, y la mayoría percibe que los beneficios claramente superan los costos. En esta segunda etapa de su vida, la Gran Esperanza Blanca se convierte en el Gran Padre Blanco en Washington, que distribuye benignamente los beneficios entre una población adoradora.

El programa gubernamental se ocupa de la necesidad que debía atender, y los ciudadanos ven a sus representantes con gratitud y afecto. Los granjeros cobran sus cheques de subsidios, los padres pobres usan sus vales de comida para alimentar a sus hijos, aquellos que tienen casa propia por primera vez consiguen hipotecas a bajo costo por monedas, y los ancianos resplandecen en el brillo de Medicare. Todo está bien.

Desafortunadamente, el ciclo continúa.

En esta tercera etapa, la ley de los retornos decrecientes se asienta. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército ha construido todos los diques verdaderamente útiles para controlar las inundaciones, pero existe una enorme burocracia comprometida con construir más, y existe un enorme lobby de constructores de diques en el sector privado que quieren nuevos negocios. De manera perversa, conforme disminuye el valor de los nuevos proyectos, las fuerzas políticas que impulsan esos nuevos proyectos se tornan más fuertes. Los burócratas reescriben las guías de trabajo, los analistas de costos y beneficios empiezan a manipular los números para pintar bien a los malos proyectos, y el lobby de los diques presiona al Congreso para que el dinero siga fluyendo a pesar de esos llorones e insatisfechos que berrean sobre los problemas ambientales y otros perjuicios.

En este punto el programa entra en la tercera etapa de su vida: es ahora un Gran Elefante Blanco. Es un enorme y costoso programa que produce menos y menos bienes a un costo más y más alto. Fannie Mae deja de ayudar a los que realmente merecen créditos a que consigan hipotecas sostenibles mediante procesos simples y efectivos. La política habitacional federal se torna crecientemente compleja conforme se van agregando nuevas capas y niveles de subsidios y promociones. Mientras los incentivos se desordenan más y más, el país empieza a sobreinvertir en vivienda; los consumidores empiezan a comprar más casas que las que necesitan porque el apoyo gubernamental hace que el sector vivienda se convierta en una inversión atractiva.

El proceso del Elefante ocurre de muchas formas. Los programas de salud se inflan con adornos y agregados; los programas que originalmente debían proveer cuidados médicos básicos se hinchan gradualmente hasta convertirse en monstruosidades caras. ¿Hay que cubrir los tratamientos quiroprácticos? ¿Los psiquiátricos? ¿La acupuntura? Y ya que el gobierno paga por el cuidado, ¿no debería regular quién provee la cobertura médica mediante licencias? Los costos suben, los procedimientos se complejizan, los esfuerzos de control de costos desembocan en más papeleo.

Al crecer de manera pavorosa la expectativa de vida en los últimos sesenta años, la Seguridad Social pasó de ser un pequeño y modesto programa para ayudar a que las personas pasen los últimos años de su vida con algo de dignidad para convertirse en la idea de que veinte años de vida fácil y saludable deben ser un derecho social. Medicare empieza a cubrir más y más tratamientos para más y más personas por períodos de tiempo más y más largos.

Poco a poco, se asienta una expansión en los objetivos iniciales. Un poderoso conjunto de intereses se organiza en torno al programa gubernamental. El lobby inmobiliario busca formas de extender las garantías de Fannie Mae a más personas. Los programas y subsidios se tornan progresivamente más complejos y menos comprensibles. Sucesivas oleadas de "reformas" generalmente empeoran las cosas conforme los interees especiales se enfocan con creciente poder en alterar los programas para lograr sus propias necesidades y objetivos.

La cuarta etapa de vida llega cuando el Gran Elefante Blanco se metamorfosea en un Gran Tiburón Blanco: un terror de las profundidades y devorador de hombres que ataca impiadosamente a cualquiera que se interponga en su camino. En esta etapa el programa gubernamental deja de ser un desperdicio y se convierte en insostenible. Fannie Mae pasa de otorgar hipotecas a familias crediticiamente sostenible a otorgar vastas cantidades de hipotecas a hogares que no merecen créditos, envenenando el sistema financiero con préstamos tóxico. Medicare es insostenible a mediano plazo y enormemente caro en el día a día, aún mientras los procedimientos y regulaciones de Medicare distorsionan las decisiones de inversión en todo el sistema de salud.

Pero aún mientras estos programas se vuelven insostenibles, se han vuelto tan poderosos (hay tantos intereses e industrias que se enriquecen con estos programas, y tantas familias para las que estos programas se han vuelto los cimientos de la poca seguridad financiera que tienen) que no se los puede tocar. Una forma de darse cuenta cuándo un elefante se convierte en un tiburón: cuando los opinólogos y políticos empiezan a referirse a un programa gubernamental como un "tercer riel": si lo tocas, mueres.

El Gran Tiburón Blanco es una amenaza que no puede ser controlada. El programa se ha salido de control: el Cuerpo de Ingenieros del Ejército no está construyendo solamente diques inútiles. Construye malos diques. Los subsidios a la agricultura no sólo incentiva a los granjeros a plantar cosechas inútiles; al subsidiar el etanol están contribuyendo a una inflación en el precio de los alimentos que amenaza la estabilidad política de países como Egipto. Pero mientras los programas necesitan reformas más que nunca, las reformas se tornan imposibles. Si tratas de evitar que Fannie Mae tiente a los pobres residentes de las ciudades a tomar hipotecas ruinosas que los dejarán peor que antes a la vez que llevan a la economía global al borde de la ruina, el lobby racial (ayudado y sostenido por el lobby inmobiliario) te tildará de racista y de enemigo del Sueño Americano.

El problema hoy es que no estamos viendo solamente uno o dos programas gubernamentales que han sucumbido a la elefantiasis o que se han convertido en tiburones; el complejo progresista de políticas sociales y económicas en su conjunto ha alcanzado este punto. Hoy en día muchos de nuestros programas del New Deal o de la Gran Sociedad son o elefantes o tiburones. Hacen que o malgastemos recursos escasos de manera ineficaz o nos amenazan con la ruina al convertirse en asesinos presupuestarios políticamente intocables.

El progresismo en sí mismo, no sólo los programas gubernamentales individuales que prohíja, está moviéndose a lo largo del mismo ciclo vital. Los problemas sociales más urgentes que el progresismo se había propuesto resolver ya han sido atendidos. El trabajo infantil y los linchamientos ya no son habituales en los Estados Unidos. Los tesoros naturales y escenarios más grandiosos del país están protegidos mediante el sistema de Parques Nacionales. La comida ya no es tan peligrosa, los edificios se construyen de mejor manera, losautos son más seguros, el aire y el agua están en mejores condiciones y la megafauna carismática (los grandes animales interesantes) han sido salvados de la extinción. Mucha más gente tiene mucho másacceso a la educación hoy en día que hace cien años; lo mismo se puede decir sobre tratamientos médicos que salvan vidas.

La visión progresista ha mutado de Gran Esperanza Blanca y Gran Padre Blanco a Gran Elefante Blanco a lo largo de los años. Los primeros progresistas se ocupaban de la fruta que estaba en las ramas más bajas del árbol; atendían los problemas más importantes y más susceptibles a la intervención progresista. De manera creciente se tienen que quedar con enfoques más caros y menos efectivos para grandes problemas (como el caso de Obamacare), o la agenda deja de lado cuestiones de gran significado moral y político como la igualdad de derechos para los afroamericanos para ocuparse de cuestiones menos significativas como la aceptación social de los transexuales. Elevar el porcentaje de jóvenes norteamericanos que van a la universidad del 2 al 20 por ciento es un logro significativo; extenderlo del 40 por ciento al 60 por ciento de seguro costará mucho más y logrará mucho menos en términos de aumentar la productividad social.

Vemos ahora a la agenda progresista ocupándose de temas tales como los trenes de alta velocidad, donde las ganancias son tan escasas y las razones son tan pobres desde el comienzo que el programa es un elefante blanco antes de que se lo pueda implementar.

El feroz compromiso de los lobbies progresistas de hoy con instituciones y programas disfuncionales ha llevado las cosas a una etapa de crisis; el legado progresista está mutando de elefante a tiburón blanco. Los ataques feroces contra cualquiera que busque reformar instituciones que ya no funcionan se combinan con una devoción irracional por beneficios insostenibles. Los "progresistas" de hoy están demasiado determinados a lograr dos fines incompatibles: una expansión indefinida de los beneficios y merecimientos por un lado, y la preservación e incluso extensión de organizaciones y métodos ineficientes por el otro. Todos deben tener una educación universitaria, pero la arcaica e ineficiente organización de las universidades no puede ser tocada. Los servicios públicos deben ser ampliamente expandidos, pero cualquier esfuerzo por contener las jubilaciones y beneficios de los empleados públicos, o por recortar el tamaño de la fuerza laboral pública a través de una mayor eficiencia, debe ser combatido hasta el amargo final.

Desafortunadamente, el proceso no acaba aquí. Cuando suficientes programas progresistas se vuelven tanto insostenibles como intocables, entramos en la etapa final. Ya es bastante malo que un programa gubernamental se convierta en un tiburón; es mucho, mucho peor cuando un paradigma social completo va más allá de la etapa del tiburón. Un cúmulo de políticas e instituciones insostenibles pero intocables llega tarde o temprano al punto en el que ya no amenaza con llevar al país a la ruina en algún punto indefinido del futuro: la ruina inminente nos está mirando a la cara.

Esto es parte de lo que pasó en Irlanda, Grecia y Portugal, y lo que todavía puede ocurrir en Italia y España. Políticas gubernamentales desastrosas se volvieron políticamente blindadas aún mientras se tornaban más insostenibles hasta que de pronto no pudieron ser sostenidas más y todo el sistema se desmoronó.

Cuando eso pasa, lo que se desmorona no es sólo un programa. Todo un sistema, todo un contrato social se viene abajo. Y si los colapsos en esas economías periféricas de Europa estremecieron a la Unión Europea y a la economía mundial, un desmoronamiento a escala completa en los Estados Unidos podría ser un shock tan profundo como el colapso de 1929. No sería solamente un desastre económico para los Estados Unidos; probablemente sea un desastre histórico que lleve a la crisis, al desorden y a la guerra en todo el mundo.

La quinta y última etapa, que uno desearía que nunca viésemos, lleva la transformación un tenebroso paso más allá. Al dejar de ser un simple gran tiburón blanco, el ideal progresista se convertiría en un gran destructor, una figura mítica como la Gran Ballena Blanca en "Moby Dick". Perseguir a la ballena es una locura; el capitán Ahab, a pesar de las advertencias y presagios, persiste en su demencial cacería del ideal inalcanzable, de la bestia indomable. El desastre y la bancarrota acechan desde todos lados, pero el capitan sigue inexorable en su curso. Al final, cuando algo no puede seguir para siempre, llega a un alto. La ballena se vuelve contra el barco y lo destroza en pedazos en el mar.

El Fonz pudo saltar el tiburón y "Los Días Felices" moriría una muerte lenta conforme el aire se escapaba del programa. Cosas mucho más dramáticas ocurren cuando un paradigma social salta el tiburón. Hemos visto un vistazo de lo que eso es durante el colapso financiero; hemos visto otros buques despedazados por grandes ballenas en todo el mundo.

Esto no debe ocurrir en los Estados Unidos. No podemos tirar por la borda las esperanzas que nos fueron confiadas en un esfuerzo fútil por sostener programas insostenibles a la sombra de la bancarrota y del colapso.

Nos estamos acercando al momento en el que las falsas promesas ya no se pueden sostener. Hay algo de tiempo todavía. No hemos, creo yo, saltado el tiburón todavía. La reforma todavía es posible, aunque los grandes tiburones blancos que rodean nuestro barco son formidables y están hambrientos.

Todavía podemos actuar para conservar los logros esenciales de la era progresista mientras nos preparamos para dejarla atrás. Pero sólo una reforma agresiva y acelerada puede lograrlo. Tiene que empezar pronto. El dinero se está acabando.

Las batallas políticas para cambiar el curso y domar o matar a los tiburones enloquecidos serán duras, pero ganar esa batalla es mucho mejor que perderla, o que no lucharla por cobardía. "Tiburón" es una película que asusta, pero tiene un final mucho más feliz que "Moby Dick".

Los Estados Unidos deben domar y reformar los programas e ideas que se descontrolaron y que golpean las bandas de nuestro barco. Debemos imponer nuestra voluntad sobre el caos fiscal antes de que el caos imponga su voluntad sobre nosotros.

El gobierno de los Estados Unidos no debe saltar el tiburón.

sábado, 11 de junio de 2011

Reflexiones sobre la desgracia de las Madres

En BlogBis, el coblogger Max postuló una teoría bastante interesante: la reacción de la izquierda argentina (que lo es aunque se esconda tras la pátina de "progresismo") ante el escándalo de corrupción de las Madres de Plaza de Mayo es similar a la que nos toca inicialmente a los católicos cuando a un cura lo acusan de pedofilia; es la destrucción del referente moral.

Posteriormente y según se sucedían las revelaciones y los esfuerzos de algunos por despegarse de las bonafinistas ahora caídas en desgracia, la metáfora religiosa se fue expandiendo hasta equiparar las travesuras financieras del parricida con aquella infame "venta de indulgencias" que propició la Iglesia Católica en el siglo XVI para pagar la remodelación de la Basílica de San Pedro.

Y el resultado es terriblemente similar: se provoca un cisma, acá entre los que se mantienen pegados a Bonafini y los que ya no saben qué hacer para despegarse de ella y a la vez quedarse con la bandera de los derechos humanos, y allá en la Europa de la incipiente modernidad entre los que siguieron junto a la Iglesia y los que se sumaron a Lutero y a los otros precursores de la Reforma Protestante.

Al cisma luterano le siguió un período de violencia religiosa que tuvo su expresión máxima en la Guerra de los Treinta Años; todavía queda por verse de qué manera se dirimirá el cisma derechohumanista.

En otro orden de cosas, el latiguillo de los que "quieren a las Madres" es que con su choreo a gran escala Schoklender "ensució la bandera de los derechos humanos". Muchachos, la bandera de los derechos humanos tal y como se la enarboló acá en la Argentina ya venía enroñada desde hace un tiempo.

Para empezar, venía un poquitín sucia, quizás de rebote, con la sangre de todas aquellas personas muertas por aquellos a los que los figurones de los DDHH les prestaban su apoyo. Digan lo que quieran, pero nada tenía que hacer Hebe de Bonafini y la facción que la sigue cantando loas a los terroristas de ETA o festejando los atentados del 11 de septiembre de 2001.

Y sacarse esa mancha hubiera sido muy fácil para los que no querían quedar pegados a esas declaraciones vergonzosas: bastaba con repudiarlas en serio y contundentemente, en vez de sonreír, menear la cabeza y repetir la muletilla de "Hebe es Hebe" como si eso bastara para explicar y justificar las barbaridades de la empañuelada.

La bandera quedó más mugrienta cuando la vasta mayoría de las organizaciones de DDHH aceptaron silenciosamente convertirse en contratistas del Estado, brazos paraestatales de la Presidencia y brazos parapartidarios del Frente para la Victoria's Secret. Digan lo que quieran, pero no se puede proclamar la inocencia y la honestidad cuando se reciben conscientemente fondos públicos sin control para acciones que poco tienen que ver con su fin declarado.

Lo que hizo Schoklender y todos los otros que curraron con los fondos públicos (que seguro que los hubo) no fue ensuciar la bandera de los derechos humanos; se la pasaron por el culo como papel higiénico.

Pero a la larga, lo que está pasando en el derechohumanismo argento no es ni más ni menos que un final de fiesta que tarde o temprano iba a llegar. Durante demasiado tiempo, a las organizaciones del "campo de los derechos humanos" las cubrió un manto de piedad que convertía cualquier acusación en su contra en un acto de herejía pasible de excomunión pública. No había vuelta atrás para el que se atreviera a insinuar que las Madres y afines eran otra cosa excepto santas, impolutas e irreprochables.

Esa clase de cobertura es nefastísima, porque de ahí nace la sensación de omnipotencia y luego la de impunidad. Pregúntenselo a los militares, que todavía pagan décadas de creer el cuento de la "reserva moral de la Nación".

Es irónico, pero bien se puede pensar que lo que les espera a los derechohumanistas después de este episodio y cuando termine el régimen kirchnerista sea lo mismo que les tocó a los militares después del Proceso: todos en la misma bolsa junto a los que se mandaron las cagadas, obligados a perpetuidad a demostrar la propia inocencia porque están todos bajo sospecha, aún décadas después de los hechos en cuestión.

Sería ciertamente un destino de justicia poética. Y bien merecida.

sábado, 4 de junio de 2011

El Ministerio de la Verdad

No sé qué decirles. O esta manga de degenerados está desesperada, o finalmente enloqueció, o de verdad creen que pueden decir lo que se les cante.

De cualquier manera, el kirchnerismo alcanzó una etapa superior del orwellianismo pedorro. Lo que no conviene nunca existió, nunca fue, nunca pasó; siempre es "tergiversado" o "manipulado".

Ahora Schoklender es "el que engañó a las Madres". Los medios KK le están dando al parricida un tratamiento que antes ligaba Magnetto. "Schoklender miente" titula una revista que lleva el nombre de El Guardián, mientras que los muchachos de Barcelona, que hace rato que siguen la línea facilonga de hacerse los graciosos con los que le caen mal a la Rosada mientras se mean encima si los miran feo desde La Cámpora, lo tildan de "Hijo de P(laza de Mayo)". Schoklender bajó de un plato volador, salió ayer de la cárcel, no lo conocía nadie, nadie recuerda haberlo visto dando la vuelta a la Pirámide de Mayo con las otras viejas de merda por lo menos desde antes de la caída de De la Rúa.

Es que hay que cuidar a las "Madres", te dicen. No sea cosa que se nos ocurra pensar que además de apologista del delito, profeta del odio, chupasangre de sus hijos, porrista de cuanto grupo criminal y terrorista ande dando vueltas y un ser despreciable, Herpes de Bonafano sea además una vulgar chorra de cuarta y malversadora de fondos públicos.

El mensaje es claro: Schoklender es un cuerpo ajeno, no es "de las Madres". Vaya a saber uno por qué; habrá sacado los pies del plato, se quedó con un vuelto que había que pasar, se "olvidó" de repartir comisiones, se pasó de angurriento, lo que sea. Ya no es del palo, y porque no lo es ahora, nunca lo fue. No existe, no es, el parricida ahora se volvió una "no-persona".

Después está el "golpe de calor" que parece que tuvo la Viudita Doliente allá en Italia y que la hizo perderse las celebraciones del sesquicentenario de la unificación italiana. Pero no, el golpe de calor nunca existió, no se perdió las celebraciones porque no tenía pensado ir a nada salvo un almuerzo y un concierto. No importa que el parte de prensa en la página de Presidencia que sacaron cuando llegó a Italia hubiera dicho que iba a participar de los festejos y los describiera a todos.

No importa que en ausencia de las celebraciones, ella no hubiera tenido ninguna razón para ir a Italia... a menos que hubiera querido que Berlusconi la atendiera un poco.

Y Menem, que ahora pasó a amar al Gran Hermano y se convirtió al kirchnerismo, ya no es más el gran enemigo, el tótem de la Década De Los Noventa, es un voto más en el Senado, es un aliado más. Oceanía no está en guerra con Eurasia. Oceanía nunca estuvo en guerra con Eurasia.

Esta manía loca ahora se ha diseminado por otras jurisdicciones del Estado. Hace unos días, en un ejercicio militar conjunto, un avión de transporte C-130 Hércules tuvo un incidente en uno de sus motores y tuvo que aterrizar de emergencia en la base aérea de Paraná. Incluso el propio Ministerio de Defensa anunció el "incidente" en un comunicado de prensa... sólo para que saliera la Fuerza Aérea al día siguiente a aclarar que nunca se trató de un incidente, sino de un simulacro de emergencia que era parte del ejercicio.

Que a nadie se le ocurra decir que los pocos aviones militares que vuelan lo hacen a base de plegarias y rosarios. No, nunca pasó. No hubo nunca incidentes o desperfectos, sólo simulacros.

Schoklender nunca fue "de las Madres", sólo les afanó desde las sombras.

Cristina no se enferma, sólo se priva de asistir a celebraciones a las que no pensaba ir de todos modos.

Menem siempre fue un aliado, nunca fue Satanás.

A la Fuerza Aérea no se le enquilomban los aviones, sólo simula que tienen problemas.

La inflación no existe, sólo es un reacomodo de precios.

Barone nunca estuvo en Clarín y La Nación, debutó en 678.

El 25 de mayo no se conmemora nada que haya acontecido en 1810, sólo el ascenso al trono de Néstor Nuestro Que Estás en Los Cielos.

La inseguridad no existe, sólo son problemas de distribución del ingreso.

La corrupción no existe, son sólo reasignaciones de partidas.

Nada existe por su cuenta, sólo el Relato.

Ojalá podamos todos hacer la gran Beatriz Sarlo y que cada uno pueda decirles "conmigo no, forros".
Más recientes›  ‹Antiguas